Lucha en las calles
Celebran tropas iraquíes victorias a
un alto costo
Robert FISK Enviado especial
en Irak
Bagdad, 6 de abril. La secuela de la batalla estaba
en todas partes. Camiones y transportes blindados de personal ardiendo,
armas de campo iraquíes tiradas boca arriba, cráteres y palmeras
ennegrecidas y -en el centro de la autopista, a la derecha de una intersección
en forma de trébol- el bulto inconfundible de un tanque de batalla
estadunidense Abrams M1A1, con el cañón apuntando
en forma impotente hacia la carretera y la torreta convertida en plataforma
para sonrientes soldados iraquíes. Había otros cinco tanques
estadunidenses destruidos, insistió más tarde el ministro
iraquí de Información. Así que para los iraquíes
que recorrían en sus vehículos las calles de Bagdad, disparando
sus armas automáticas al cielo en señal de júbilo,
fue una victoria famosa.
Una batalla que tuvo un alto costo en sangre y vidas.
Cuando salí a la calle este domingo, los restos más obvios
y terribles del combate -los cadáveres, la sangre y el vómito-
habían sido retirados, pero el ejército iraquí y el
Pentágono hicieron su mejor esfuerzo por cubrir con mentiras este
pequeño campo de matanza. Mil iraquíes muertos, cacareó
el Pentágono. Cincuenta estadunidenses muertos, alardearon los iraquíes,
con más modestia. Ambos bandos reconocieron "bajas", y queda al
lector juzgar cuáles podrían haber sido.
Un arma antitanque de 106 mm, tres vehículos blindados
de transporte de personal y más de 25 camiones militares y lanzadores
Katyusha, todos ellos iraquíes, yacían desparramados
entre hogueras en las planicies de polvo y tierra que rodean a la autopista,
apenas a 12 kilómetros del centro de Bagdad.
Estaba
yo caminado entre esta masa de metal retorcido y aún caliente al
rojo vivo cuando los pilotos estadunidenses regresaron; sus jets invisibles
aullaban arriba del campo de batalla. Y luego vi el tanque estadunidense.
Tenía un agujero de perfecta redondez en su armadura,
hecho casi con seguridad por un arma de 106 mm, quizá la misma pieza
de artillería que acababa yo de ver boca arriba en la arena, unos
200 metros de allí. Trepé hacia la torreta hundida del tanque
-el Abrams tiene un arma casi al nivel de la cabina para presentar
un blanco menos alto- y di la vuelta al vehículo, asomándome
por la mirilla. No, no había estadunidenses muertos dentro. Un teniente
iraquí afirmó que sus hombres habían sacado horas
antes a tres tripulantes muertos, pero no había indicios de restos
humanos. Sólo un nombre pintado en el cañón.
"Cochone EH", decía. Esto causó cierta controversia
cultural en nuestras conversaciones con civiles iraquíes, algunos
de los cuales habían venido en auto desde sus villas en esta mañana
dominical para hacer un poco de turismo de vida real, aunque muy peligroso,
en el campo de batalla. Hubo poca dificultad en traducir cochones
como "huevos". Nos preguntamos por qué "EH" -si en realidad eran
ésas las iniciales del capitán- pondría a su tanque
el nombre de un solo testículo. Los iraquíes querían
saber por qué un soldado llamaría huevo a un tanque, y fue
más o menos a esa hora cuando a un piloto estadunidense se le ocurrió
echarnos una ojeada a todos.
A correr
La orquesta de jets que volaban muy arriba de la calurosa
niebla cambió súbitamente de tono y el estruendo de baterías
antiaéreas que aumentaba en intensidad hicieron que todos levantáramos
la mirada al cielo. Vi en la carretera a Ramseh -un fotógrafo de
Beirut, amigo mío desde la guerra civil en Líbano- corriendo
para ponerse a salvo. Y supe que cuando Ramseh corría era tiempo
de hacer lo mismo. Salté sobre los restos del tanque estadunidense
y corrí por la carretera, junto con más de una docena de
soldados iraquíes y periodistas. El jet se acercó con un
ruido atronador. ¿Estaría sólo echando un ojo? ¿Quizá
no le agradaba que los periodistas anduvieran husmeando en uno de los tanques
destruidos de su país?
Pero, ¿qué ocurrió allí en
realidad? El agujero en la armadura del tanque fue claramente causado por
un pequeño misil, pero su oruga derecha había sido virtualmente
arrancada por una masiva explosión debajo del vehículo, la
cual había dejado un cráter de metro y medio en el camino.
Al principio me pareció que las municiones del tanque habían
estallado, pero eso hubiera partido el Abrams en pedazos. He allí
una adivinanza del campo de batalla.
Durante su "misión de reconocimiento" en los suburbios
de Bagdad, una misión que en realidad no logró llegar a los
suburbios antes de ser emboscada por los iraquíes, "Cochone" recibió
un impacto y su tripulación fue rescatada por otro vehículo.
Para no dejar un tanque dañado pero quizá
reparable a los iraquíes, los estadunidenses ordenaron un ataque
aéreo para destruirlo. Eso explicaría el cráter y
los enormes trozos de pavimento alrededor del vehículo. Tal vez
los tripulantes no se salvaron. Tal vez fueron capturados, aunque de ser
así los iraquíes nos lo hubieran dicho sin duda.
Pero hay dos lecciones tácticas que aprender de
todo esto.
En
primer lugar, la misión estadunidense, cualquiera que fuese su intención
original, resultó un fracaso. Su columna de tanques en realidad
no "entró" en la ciudad como el cuartel angloestadunidense afirmó
al principio. La resistencia iraquí la hizo retroceder. La respuesta
del invasor -ataques aéreos a vehículos individuales iraquíes-
fue llevada a cabo presumiblemente por helicópteros Apache, porque
cada máquina en llamas había sido impactada por un cohete
pequeño lanzado a corta distancia. La segunda lección, pues,
es para los iraquíes: jamás debieron llevar sus vehículos
blindados tan cerca del frente.
E incluso si destruyeron seis tanques estadunidenses,
como sostuvo ambiciosamente el ministro, lo hicieron al costo de más
de cinco a uno de sus propios vehículos y armas. Los pozos de artillería
yacen ennegrecidos, hay pedazos de armas de largo alcance esparcidos sobre
el lodo y el polvo. Tuve que dar un cauteloso rodeo con mi auto a los huesos
de hierro de un camión iraquí de municiones que había
recibido un impacto directo; cientos de cartuchos ennegrecidos estaban
alrededor de su armazón. No tenía caso preguntar qué
fue del conductor.
Así pues, en términos militares -y pese
a todos los pregones estadunidenses sobre el "éxito" de la abortada
incursión-, los iraquíes se han sostenido en su terreno en
la batalla de Bagdad. Pero deben haber sufrido cientos de bajas; el sábado
vi cómo retiraban 15 cadáveres del campo de batalla en una
camioneta pick-up que encontré en el camino, cada soldado
muerto tendido con los pies aún con botas colgando sobre la borda
trasera.
Estos son, pues, días de desesperación,
cosa que ni siquiera el locuaz ministro de Información, Mohamed
Said al-Sahaf, pudo realmente ocultar al mundo hoy. Su conferencia de prensa
vespertina -versión de las 2:30 de la tarde de la pantomima del
Centcom- se llevó a cabo entre el rugido de las explosiones de misiles
y lo que sonaba muy semejante a fuego de proyectiles y morteros. "¿Cómo
sabe que ése es el sonido de un proyectil?", le preguntó
a un reportero insistente. "Podría ser el sonido de los continuos
ataques aéreos de estos villanos y mercenarios."
Había, sin embargo, un tema muy interesante en
la perorata del ministro: su referencia constante a la táctica estadunidense
de poner a prueba las defensas militares de los iraquíes sólo
para retirarse en el momento en que estos contratacan. "Eso ocurrió
en el aeropuerto", decía. "Llegaron y los echamos atrás,
les disparamos con nuestra artillería y se regresaron a Abu Ghoraib.
Pero nos detuvimos y entonces regresaron."
La ocupación estadunidense del aeropuerto, insistió,
fue "para filmar y hacer propaganda". Pero dos veces más llegó
ese interesante reconocimiento: "Vienen, los detenemos y cuando los atacamos
se van, luego paramos y regresan". ¿Podría haberlo dicho
mejor algún vocero del Pentágono? Ya entrada la noche hubo
informes de que los estadunidenses intentaban otra vez la misma táctica,
esta vez en el suburbio de clase media de Mansour. Es cierto, la actividad
aérea sobre la ciudad se incrementó a una nueva intensidad
al anochecer, los jets se precipitaron sobre la ciudad y arrojaron bombas
en zonas situadas al oeste del río Tigris, a unos cuantos cientos
de metros del escenario de las batallas del sábado y el domingo.
De hecho, tan grande fue el levantamiento de humo y polvo
de las explosiones que, mezclado con los fuegos de los campos petroleros
encendidos por los iraquíes, la visibilidad se redujo a unos cuantos
cientos de metros.
Pero en las calles de la ciudad era posible ver automóviles
civiles que circulaban cargados hasta el tope con ropa de cama, manteles,
ollas y cajas. Los pudientes, los que poseen villas en provincias más
pacíficas, dejaban sus hogares en anticipación de que lo
peor está por venir. Otro signo de días más peligrosos
fue la ausencia de los diarios bagdadíes. Nadie podía explicar
por qué Quaddasiyeh, Al-Iraq y aun el execrable Iraq
Daily no llegaron a los puestos de periódicos. O, lo que es
mucho más importante, por qué Babel, el diario que
pertenece a Qusay, hijo de Saddam Hussein, no fue impreso. Ese sí
que fue un signo de los tiempos.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya