Hermann Bellinghausen
El bulto
A través del pasillo retumba la carcajada brujil de Josefina, la costurera (fea, aquí entre nos). Una segunda carcajada invade los rincones. La tercera es anuncio inequívoco de una andanada.
Arcángela plancha en la lavandería de la planta alta mientras escucha el capítulo de hoy de 'Porfirio Cadena, El Ojo de Vidrio', su radiodrama favorito. La alharaca de Josefina la pone en guardia. La distrae del programa. ƑQué pasa? Desconecta la plancha y la apoya en la esquina metálica del burro. Las carcajadas de Josefina suben las escaleras como un tropel de enanitos histéricos o mil ratones correteados por una urraca.
No necesita Arcángela bajar para enterarse. La procaz costurera arrastró a la sala la máquina de coser para presenciar la comparecencia de mi abuela ante Martha, la manicurista, y anda en el chisme.
Estoica, Martha es lo contrario de la diabólica y descarada Josefina. Apenas estira las comisuras para que no se le corra el carmín. Qué autocontrol. A lo mejor en los Testigos de Jehová enseñan a esconder la risa en el estómago. En cambio, logran distinguirse las risas, poco estridentes pero igualmente maliciosas, de mi abuela reclinada en el chaise-longe con un brazo extendido hacia Martha que le hurga con su instrumental metálico los intersticios de las uñas, extrayéndole padrastros, impurezas y pellejos en preparación de los esmaltes.
No hablan de religión: no reirían, en ese tema siempre se discute con Martha. La casa mantiene la línea católica y vaticana: bendición papal encima de la tele, crucifijos a discreción en las paredes, Inmaculadas y Guadalupanas de almanaque y una 'Ascención' de Murillo junto al teléfono de baquelita negra. Poco falta para que exorcice el zaguán una placa de "este hogar no acepta propaganda protestante".
Martha no se atreve al proselitismo, aunque continuamente la traicionan las ganas. Salpica biblajos que a nadie conmueven, pues el Antiguo Testamento es visto de ladito en estos lares donde sólo rifa el Nuevo. En la casa se acoge a Martha con el interés costumbrista de cómo-le-hacen los Testigos.
Ningún debate teológico por ahora. No estaría así de roja, congestionada y llorosa la costurera Josefina. Las convulsiones hacen que se le vaya chueco el dobladillo que remata. Mi abuela, tan concha y en pantuflas, la cabellera agarrada de tubos y 'cuetes', deja que Martha le embellezca las manos: fue burguesa y conserva el modo. Se la cree, pues. Y tener 'maniquiur' particular da caché.
La dentadura de Josefina, incompleta a pesar de los dientes de oro que costaron un ojo de la cara, brilla húmeda de saliva porque su desternillada dueña no consigue cerrar la boca. Va paréntesis: son los años en que el cómic predilecto de la raza es 'Brujerías', donde una tal Hermelinda Linda, irreverente y guarra, desarrolla actividades inconfesables en algún lugar de la ciudad. Gordas, un ojo sartreanamente ido, una verruga peluda a mitad del rostro, Hermelinda y Josefina tiene rasgos en común.
La costurera tiene su propio Brujo Anacleto en la persona de su marido Trino, albañil y milusos con el sambenito de parrandero; mañanas hay que, cadavérico, denota el crudo efecto de la noche anterior. Precisamente de él ríen las tres mujeres. Del cinturón para abajo llevan rato viéndolo por la ventana de la calle. Cual grumete que la patrona trata de mantener ocupado para desquitar el estipendio, Trino pinta la fachada.
En la cocina, Anastasia despluma un pollo. Mujer diminuta, vivaz y otomí, ocupa el escalón más bajo en la pirámide doméstica. De toda la "servidumbre" (tal es la reveladora expresión que emplea la patrona para referirse a esa gente que pernocta en las azoteas), es la única a la que nadie habla de usted.
A diferencia de Arcángela, Anastasia sucumbe a su curiosidad, suspende la tarea y corre a ver qué pasa. Al mismo tiempo que Anastasia llega al arco de la sala, el trío Josefina-Martha-Abuela en el paroxismo apunta unánime hacia lo que ven de Trino, quién al otro lado del cristal se percata de ser el objeto de la algarada. Ya ven que los pintores de brocha gorda visten ropa grande encima de la suya. Amarrados de un mecate, los pantalones de Trino llevan abiertos los botones y dejan ver el pantalón de abajo, que a su vez delata la prominencia de una erección. Lo que hace Josefina es relatar a la atónita Martha y a la pícara abuela las aventuras y desventuras de ese 'miembro' de la familia que luce sus exagerados centímetros a través del vidrio.
Insegura de tener derecho, Anastasia también ríe. Trino, que tarareaba una de Javier Solís, se supersaca de onda y desciende apresuradamente del andamio, huyendo de escena. Cuando más tarde le platiquen los detalles, Arcángela se divertirá, por supuesto, pero no entenderá de qué reía Josefina si seguramente la manifestación priápica de Trino no se inspiró en ella.
Así son los hombres, infieles, concluirá Arcángela. Por eso no piensa casarse. Jamás. Llegará a vieja y morirá virgen, pensando sin rencor en lo que pudo ser.