México D.F. Lunes 9 de junio de 2003
lán Semo
Educación superior: territorio baldío
Una historia mínima del estado reciente de la educación en México podría acaso iniciarse con una pregunta testimonial: Ƒcuáles son los efectos sociales y culturales que provoca la gradual renuncia del Estado a promover la educación superior pública desde mediados de los años 70?
Basta repasar las estadísticas para percatarse de que el último esfuerzo público relativamente coherente para responder a la demanda creciente de estudios universitarios se remonta al sexenio de Luis Echeverría con la construcción de la Universidad Autónoma Metropolitana. Lo que sigue en los 80 y los 90 es la indiferencia y la desidia, que dan pie a la proliferación de cientos (actualmente miles) de así autollamados "centros universitarios", "institutos de educación superior", "universidades"... privados todos, que son fachadas de redituables negocios en los que se masacra a estudiantes y protoestudiantes (cuya mayoría ha sido rechazada por la reducción relativa y absoluta de las opciones públicas) con "carreras técnicas", "licenciaturas en gestión", todas las versiones de la mercadotecnia, alguna especialidad en derecho (léase: coyotaje) y, por supuesto, contaduría pública y privada. Antes, no hace mucho tiempo, estos simulacros de universidades tenían un referente más digno, humilde y realista: las academias Vázquez. En su época se aprendía ahí mecanografía, contaduría y otros oficios honorables.
Lo que sucede en estos nuevos y exóticos "centros universitarios" es siempre previsible: licenciaturas al vapor de carreras en administración de algo, cuyos certificados y diplomas fijarán una frustración irreversible, de por vida, en quienes descubren en el mercado de trabajo que la inversión en su propia educación no ha sido más que un horrible dispendio que sirve para poco o simplemente para nada.
Llevados a la educación los efectos del mercado resultan sencillamente de-vastadores. Veinticinco años sostenidos de laissez faire educativo exhiben algo más que la continuidad de esa historia natural de la displicencia que ha caracterizado tradicionalmente a las administraciones educativas: en rigor representan una política (o mejor dicho: una antipolítica) educativa que cifra la contribución de los últimos gobiernos priístas a ese proceso de deseducación del país que parece no tener fin.
De hecho, la administración panista retoma y agiganta el mismo proceso desde 2000: en los últimos dos años y medio se crearon, en promedio, 10 "universidades" al mes. En otras palabras: si en 2000 existían (aproximadamente) mil 400 "instituciones" de este tipo, en 2003, según el reporte de la ANUIES, su número ascendía a mil 832.
No es difícil entrever los orígenes de la ecuación educativa que subyacen a la proliferación de las universidades patito: el Estado adelgaza sus gastos en educación (tal como lo dicta el dogma neoliberal) y deja que la iniciativa privada satisfaga la demanda de una clase media ávida de educación superior pero con los bolsillos mermados hasta la transparencia.
Si el sentido común no miente, a la iniciativa privada le da igual producir salchichas que licenciaturas en "redes computacionales" (lo que importa es la utilidad económica); sobre todo si en estas redes caen los estudiantes que no han hallado un lugar en las instituciones públicas cuyas estructuras insuficientes se deben a un abandono que se prolonga durante varias décadas, incluidos los tres años de la administración panista.
Quien apuntala este proceso de degradación educativa es la SEP, que permite, fomenta y auspicia el relajamiento de todas las condiciones que obliguen a estos "centros universitarios" a proveer una educación superior, digamos, elemental y digna. Y si en las últimas semanas la SEP parece intentar corregir el rumbo revocando licencias y permisos a unos cuantos (poquísimos) de estos centros de simulación educativa, lo hace con tal timidez e indecisión que sólo logra aumentar la alarma por la degradación que hoy caracteriza a la mayor parte de la educación superior privada.
Cierto, no todas las universidades privadas son territorio baldío. De las que no lo son, a mi entender, sólo una merece el calificativo de universidad. Las otras, como lo indican sus siglas (ITAM, Tec, etcétera), reúnen centros de profesionalización tecnológica, donde se educan los actuales y los futuros administradores de la globalización.
Así, la educación superior en México ha llegado a un punto cero. De un lado, el Estado renunció a seguir desarrollando lo que había desarrollado no sin cierto éxito desde los años 30: un sistema de educación superior que podía ser corregido, aumentado, mejorado. Si la Universidad de la Ciudad de México, fundada en el presente sexenio, quería poner un alto a esta desagregación, no lo logra. La razón es sencilla y triste. Repite el síndrome de sus actuales congéneres privadas: una fa-chada sin contenido. Por el otro lado, el Estado nunca creó las condiciones mínimas (legales, institucionales, financieras) para que la mayoría de las universidades privadas se convirtieran en efectivos centros de educación superior. El saldo es, salvo contadísimas excepciones, la reducción de la universidad (la privada y la pública) a un pie de página en la cultura nacional.
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