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México D.F. Lunes 9 de junio de 2003

Hermann Bellinghausen

Polvos de un siglo

"Lo principal era no olvidar, como lo haría Alejandro Magno, que ningún México es definitivo, que es un lugar de paso que el mundo cruzará, que más allá de cada México se abre otro, aún más luminoso, un México de supercolores e hiperaromas." (Bruno Schulz, Sanatorios bajo el signo de la clepsidra, Polonia, 1937).

Uno crece y crece de pequeño, y conforme arriban los grados mayores de la conciencia, menos sabe uno qué hacer con tanto crecimiento indiscriminado. Las perplejidades de un niño son quizá las más profundas, las primeras arrugas de la vida.

Llegó la ocasión en que por inesperada decisión pedagógica, los padres dotaron al niño de un cuarto aparte después de cumplir los siete. Como sea, dijeron, tres chamacos en la recámara de los hombres parece galera, nada más se andan a moquetes. Y no habiendo más espacio, lo mandaron a dormir a la azotea, intuyendo además que a ese niño había que separarlo, podía dar mal ejemplo. En cierto modo, no sabían qué hacer con él. Era completamente normal, hasta sin chiste, y también un poco raro. Así que mejor criarlo de lejos, para castigarlo menos.

La letra entonces con sangre entraba, fuera según el Carreño o el Struwellpeter de las buenas maneras. Ciertos correctivos aplicados al niño, de común acuerdo con las maestras, el pediatra y el confesor materno, eran populares entonces pero hoy justificarían una comisión de derechos humanos.

Se habían desatado algunas crisis. Al morir el abuelo hortelano, su casa se incorporó a la familiar para acoger a las abuelas, viudas al mismo tiempo (pero aceite y agua, hagan de cuenta), así como a los tíos quejados de una orfandad que hacia 1960 parecía epidemia.

Arcángela había sufrido sus primera crisis: con la patronal, su corazón adolorido y las nostalgias de Apatzingán. Desapareció, y como castillo de naipes, la servidumbre se esfumó, hizo diáspora y la ciudad devoró a todos. La conmoción de sus ausencias trajo un poco de realidad a los días. El huerto se apagaría al desertar Eustorgio. Cayó la alambrada que separaba los jardines, y aquella tierra breve pero mágica se aplanó en un baldío que ya se saciaría de goles y derrapones.

Como resultado de la fusión de casas, hubo de pronto dos azoteas, que a diferencia de las casas de abajo quedaron inasequibles una para la otra, como no fuera volando o de funámbulo. Ironías que hay luego, el niño acupó el cuarto de Arcángela. Aunque era estrecho, no logró llenarlo con sus juguetes. Casi no tenía. Unos seis cochecitos de plástico, pilón de las gelatinas, ocupaban el librero por entonces deshabitado. Los cochecitos poseían personalidad y nombre, y el niño los distinguía perfectamente cuando los hacía pelear o salía con ellos de excursión al tendedero, donde corrían a las anchas de niño sobre el cemento. El resto eran balones, y unos patines de balero que cumplían la ráfaga a pies juntillas.

Viviendo en la azotea, volar se hizo más fácil. Nadie se daba cuenta. Fueron posibles los vuelos nocturnos a la Saint Exupery ("a las dos de la mañana", como en el son). Las primeras noches serían enormes, el niño no pegaba el ojo. El aire entero se abrió sobre la ciudad.

Aunque ya le abejorreaban la cabeza, los libros no se habían apoderado. La azotea les fue propicia. En todo su tamaño, la casa abajo no guardaba ni siquiera enciclopedias, diccionarios u otras formas bastardas de biblioteca. El desdén era explícito. Aparte de una Biblia (que nunca falta en ninguna parte, y más que libro es objeto), rondaba sin ser leído un grueso tomo en Sepan cuántos de Los bandidos de Río Frío, única novela con nihil obstat del criterio materno, a saber por qué.

A medias de la casa de abajo y la azotea, colgaba en un limbo del entrepiso el despacho del padre, santuario de la aeronática Revel Lodela y la filatelia compulsiva, también formas de recorrer países y mundo. En un muro se alineaban como soldaditos de papel centenares de libros en alemán gótico, una lengua muerta. Algunos en inglés, que lo mismo hubieran dado en chino. Unos pocos en castellano. Memorias de mariscales y comandantes muertos. Los viajes de Peary y Amundsen a los Polos se daban la mano con el las bitácoras del Espíritu de San Luis, Otto Lilienthal y el capitán Saravia. En el rincón inferior derecho amarilleaban La isla del tesoro, Capitán Sangre, El prisionero de Zenda, Los náufragos del Liguria, Huckleberry Finn y Se llevaron el cañón para Bachimba (a fin de cuentas también escrito por un militar). Las vaqueradas de Karl May, por suerte en alemán, no le intoxicaron la imaginación.

La General Motors en la acera de enfrente era un animal extenso que chirriaba y gemía a toda hora. La calle amanecía urdida de tráileres y torton haciendo cola para descargar motopartes y llavarse los autos terminados. Esa esquina entre la planta y la casa era parada del Hipódromo-Rastro que algún día se llevaría al niño. Y calle abajo, la vía del tren del Balsas.

Fuera de radar, la azotea concedió recinto general a todos los timones, sirvió de fragua para travesías y partidas interminables. De allí saldrían misiones secretas panza abajo a los armarios más recónditos de la otra casa, donde bostezaba un 1900 del que las abuelas no querían acordarse, pero el niño quería verlo todo, todo.

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