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México D.F. Viernes 4 de julio de 2003

José Cueli

Kafka y la magia de Praga

Todo en la obra de Franz Kafka se levanta sobre la ciudad hechizada llamada Praga, afantasmada por la música de Mozart, llena de una hondísima sugestión indecible. Pero nada atrae ni absorbe tan imperativa y, al mismo tiempo, tan suavemente como sus contrastes, lo imprevisto de sus magias; el secreto de sus encantos y la escueta y concentrada elegancia de lo incognoscible.

Peregrinar por la extraña fiebre de las calles de Praga es penetrar en vastos sonidos musicales en los que una luz velada, que es sombra transparente y fluida, recoge gravemente el espíritu y lo dispone al hondo y condensado goce espiritual de sentir y de amar tanta belleza. Esa es la escenografía de toda la obra de Kafka. (Ver nota de Pablo Espinosa, La Jornada, 28/06/03).

Obra en la que cada línea tiene un valor supremo y absoluto. Todo refleja un ansia viva y angustiosa de belleza. Todo dice de la expresión elocuente, evocadora y peregrina del arte casi siempre movedizo o invisible, en perpetua mutación de percepciones poco fiables, sin identidad fija. Personajes condenados porque no podemos ser lo que soñamos.

Es la música de Mozart de Praga, un sonido distinto que despierta infinitas sucesiones de imágenes y produce perturbadoras sensaciones, indecibles vértigos de sensualidad. Praga es la ciudad de los sonidos y los espacios, cortados por una arquitectura musical. Sueños que nos transportan al paraíso siempre fresco recogido en El castillo, que nos conducen al misterio de los tribunales que lo invaden todo, incluido el dormitorio de José K., donde el espacio es abolido.

Junto a esas zonas de muerte, de mutación, de transformación en las que apenas se oyen los sonidos musicales confundidos con gritos de angustia, de una lejanía sin límites, inquietud sin término, vasta y eterna como el dolor y bruscamente notas mágicas de Mozart, promotoras de faustos delirantes y alucinaciones auditivas se abren de manera incesante a notas nuevas.

La obra de Kafka metamorfoseada y mutada de Praga, junto con la Praga de Mozart tiene un misterioso encanto. Un dejar en el cuerpo una huella, una escritura inolvidable, trazos abrebarreras que no tienen final.

En la correspondencia entre Milena y Kafka que transcurre de 1920 a 1922 se trasluce mucho de la personalidad del escritor y cómo ésta matiza su vida, su obra y sus relaciones con el mundo. Kafka, en palabras de Magris, conoce la nostalgia y el encanto del enamoramiento, pero sólo puede vivirlo a distancia, ya que la plenitud y la totalidad amorosa lo hacen replegarse atemorizado. Es esta inquietante experiencia del amor la que dará forma a El castillo.

Cinzia Calcagnile afirma que Kafka se extraña del amor, porque él pertenece al territorio de la angustia. Para Kafka escribir y vivir son realidades inconciliables, por tanto, debe alejarse de toda experiencia amorosa, ya que ésta restaría energías para su producción literaria. No puede hacer frente a los deberes de la vida junto a los deberes de la poesía. Su vocación, como destaca Magris, está más cercana a la abstinencia y a la renuncia, pues su naturaleza lo conduce hacia el ayuno, la soledad y la renuncia. Kafka sólo puede convivir con su propia angustia, con el mundo fantasmal que recrea en su obra y sus personajes.

La angustia es su fiel compañera, ''la mantiene a raya, le da vueltas, le hace jugarretas que le impiden irrumpir destructivamente, la domina con la habilidad de un flexible atleta chino habilísimo para escapar a su presa. Irónico y jovial, ajeno a toda retórica de la desesperación e inclinado al humorismo, Kafka muestra cómo la vida y la sobrevivencia consisten en la coexistencia jocosa y de equilibristas con lo que le amenaza".

Es gracias a su gran amigo y biógrafo Max Brod, quien contraviniendo el deseo de Kafka, de destruir sus manuscritos, los publica de manera póstuma.

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