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México D.F. Domingo 13 de julio de 2003

Néstor de Buen

La supuesta crisis mundial de las pensiones

Está de moda. Ahora el motivo de las dificultades económicas de los países se atribuye a dos razones fundamentales. En primer término, al costo de las pensiones. En segundo lugar, al de los contratos colectivos de trabajo.

El sistema de pensiones, baluarte indiscutible del estado de bienestar, tuvo su origen remoto en las leyes de Bismarck de los años 1881 a 1883, y en su versión moderna, en el Plan Beveridge, aprobado en Gran Bretaña en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial.

Bismarck, que era un viejo zorro, se enfrentó con éxito con los socialdemócratas, a los que derrotó, pero como era inteligente llegó a la conclusión de que la solución no estaba en la represión sino en las concesiones. Creó las cajas de seguros sociales que nuestra Constitución asumió también en 1917. El sistema Beveridge, a su vez, responsabilizó al Estado, lo que generó la moderna seguridad social.

Al estallar en 1914 la Primera Guerra Mundial, el enfrentamiento fue entre países capitalistas. Una lucha por los mercados, sin duda. Pero cuando se produce la revolución en Rusia, en 1917, la idea bismarckiana surge de nuevo y en el Tratado de Versalles se inventa (parte XIII, 1919) un compromiso en favor de la formación internacional de un derecho del trabajo y de un organismo responsable de fijar los caminos: la Organización Internacional del Trabajo, que nace en ese mismo año en Washington. Puro invento capitalista defensivo.

El desastre absoluto que sobrevino en Europa con la Segunda Guerra Mundial, con muchos millones de muertos y la destrucción de las economías, generó la necesidad de poner en primer lugar los derechos de los trabajadores para evitar el desarrollo del socialismo, que representaba -o se creía que representaba- la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El auge del estado de bienestar, de nuevo un muro de contención frente al avance social, fue la consecuencia. Al terminar la guerra, como es natural, vino una situación de pleno empleo y el impulso hacia una producción ilimitada para un mercado absolutamente exigente.

Pero el capitalismo no puede liberarse de su problema fundamental que lo llevará al desastre: las crisis periódicas provocadas por la saturación de los mercados. En los años 70 surgió, además, la revolución petrolera. Las consecuencias terribles: el cierre de empresas que no podían cubrir el costo del principal insumo, el petróleo, cuyo precio creció sin límites, pero además con despidos colectivos o, en algunos casos, su reconversión o modernización, con suspensiones temporales de los contratos de trabajo. De la mano, la falta de ingresos del Estado (impuestos y cuotas del Seguro Social), que obligó a la emisión artificial de moneda. El resultado: inflación y desempleo crecientes.

Ya en los finales de los años 70, los representantes más conspicuos del sistema capitalista, entre ellos nada menos que Milton Friedman, invocaron lo inútil del gasto de seguridad social, cuyos valores debieran invertirse en la creación de empleos. Pero, además, las nuevas tecnologías sustituyeron a los hombres por máquinas.

Desde entonces, las reglas tutelares del derecho del trabajo tienden a satisfacer las necesidades de las empresas: sobre todo flexibilización en las condiciones de trabajo y precarización de los tiempos, con pérdida absoluta de la estabilidad en el empleo. Los pactos de concertación social intentaron moderar los despidos a cambio de disminuir el poder adquisitivo de los salarios. El sindicalismo perdió fuerza. Y el derecho del trabajo entró en decadencia.

Con la seguridad social ocurrió que sus fondos empezaron a ser atractivos para la inversión pública. Aquí, entre nosotros, el Plan Nacional de Desarrollo de 1995 (Zedillo), con el antecedente del invento perverso en 1992 (Salinas de Gortari) del Sistema de Ahorro para el Retiro, determinó que esos fondos debían cambiar de destino. La Ley del Seguro Social de 1995 reiteró la fórmula. Las Afore asumieron el control de lo que antes habían sido las poderosas reservas de los fondos del IMSS para pensiones, con derechos muy concretos de las compañías de seguros para quedarse con sus capitales constitutivos. Para colmo, las Siefore invierten sus fondos principalmente en valores del Estado. Financiamiento obligatorio y barato. Y el IMSS se queda sin fondos.

La privatización, propósito permanente de las autoridades en nuestra seguridad social (pensiones, guarderías, servicios médicos y ahora equipos de cobranza) dejó al IMSS sin alternativas. Pero las Afore, y los bancos que las respaldan con sus compañías aseguradoras, enriquecieron notablemente a sus accionistas.

Ahora la formulita es clara: la culpa la tiene el contrato colectivo de trabajo del IMSS. Y, por supuesto, su sindicato, que tiene el grave defecto de ser democrático y miembro de la UNT.

ƑNo será un problema de nuestro liberalismo ya congénito?

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