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México D.F. Domingo 13 de julio de 2003

Bárbara Jacobs

Sopeado en éter

Tuve que dormir a la viuda para averiguar cuál era la biblioteca real de Lunas, mi malhadado profesor de literatura. Días antes, contacté a Sánchez, que nos había dado química en la preparatoria. Como se resistía a indicarme cuántas gotas de óxido de etilo anestesiaban a un adulto inválido sin matarlo, lo abaniqué con un fajo de hojas manuscritas y, con la expresión y el tono más imperturbables que logré, lo convencí de que no necesitaba más que la información, y no para otro motivo que el de una novela que estaba escribiendo. "Ésta, Sánchez", me reí, agitando ante su cara el abanico improvisado. Accedió, no sin cierto recelo.

Adela de Lunas me recibió como acostumbraba, sola, desde la silla de ruedas y con un monótono, "Adelante", cuando llamé a la puerta y pasé, sonriente, con una bolsa de galletas de jengibre que, al inclinarme a saludarla, le obsequié. Calenté agua para el té y me dispuse a tomarme una taza en lo que a mi anfitriona le hacía efecto el contenido de la suya.

Entre risas, a modo de plática de amigas, le comenté cómo nos hacía batallar su difunto esposo con sus paradojas. "Cuando nos habló de las bibliotecas personales," empecé, "destacó, de los libros que no podían faltar, aquellos que precisamente no estaban en ninguna biblioteca, pues eran los que uno recuerda haber leído en la infancia y hasta en la primera juventud; esos que tanto amó pero que luego no supo en dónde dejó olvidados." "Aunque al tratar de reconstruir su recuerdo, uno pone en marcha la imaginación y se convierte en escritor", completó ella, en una paráfrasis perfecta de la conclusión a la que a mí me habría gustado llegar.

Sin embargo, por más interesante que pudiera ser una biblioteca de libros cuasi imaginarios, idea, por otra parte, ya recogida en la historia de la literatura, a mí me llamaba más la atención esa otra, la biblioteca real de un escritor. Lunas se había esmerado en despistarnos respecto de la suya. Llegó a hablar de los archivos privados como la fuente del más rico material de un posible personaje; de los libros que caen en las manos de un lector por azar y que nunca, ni siquiera una vez leídos, pasan a integrar su biblioteca concreta; o, para desviarnos todavía más de la verdad, señaló los libros que sí están en la biblioteca de un lector, pero que él jamás llega a leer. En fin, la combinación más intrincada de posibilidades imaginables formó parte de la enumeración interminable de bibliotecas personales según Lunas. Los semestres pasaron; los años escolares pasaron; pero Lunas no soltó prenda de cuál era, honestamente, su biblioteca real; cuáles eran los libros que de veras lo habían formado a él como escritor.

Mi curiosidad me exigía averiguarlo. No había corrido el riesgo de dormir aviesamente a una persona, para abandonar mi tarea a medio camino. Si uno es aprendiz de biógrafo o, si es más ambicioso aún, de novelista, debe enfrentar las consecuencias de las acciones que lleve a cabo para trazar con precisión incluso el más tenue de los rasgos de su biografiado. Ahí estaba yo, en la cabaña de mi malogrado profesor, perdida en un bosque al lado de una carretera, a punto de saber qué lecturas habían despertado en Lunas el deseo de ser escritor, por más que, en los años que vivió, no dejó ver que fuera sino un simple profesor de literatura de nivel medio, lleno de lecturas, con un entusiasmo tan pronunciado en compartirlas con estudiantes que, por naturaleza, no las querían, que tartamudeaba al comentárselas.

La viuda de Lunas no tardó en cabecear. Le retiré la taza de las manos y, velozmente, me dirigí hacia la recámara del matrimonio, la única habitación de la casa que, a pesar de la confianza que me había ganado por parte de la dueña, me estaba vedada. Sobre cada una de las mesitas de noche vi un altero aproximado de seis volúmenes de libros. ƑCuál de los dos había sido el de Lunas? No tenía tiempo que perder en deducirlo. En busca de pistas, clavé la mirada en las almohadas. Una, mostraba huellas de uso, las hendiduras causadas por el peso y la forma de la cabeza apoyada en ellas; algunas manchas; uno que otro cabello. Por el contrario, la otra daba el aspecto de estar recién acomodada; la funda se encontraba limpia y lisa. Iba a dar un paso en dirección de la mesita al lado de una de ellas, cuando la presión de dos manos sobre mis hombros me detuvo.

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