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México D.F. Domingo 20 de julio de 2003

Juan Saldaña

De sobornos

Han transcurrido ya algunos años desde aquellos días en los que, en el propio seno del PRI, promovimos y organizamos algunos encuentros que, "so capa" de intercambiar opiniones y posiciones sobre el futuro del partido, se proponía, de manera extraoficial, el planteamiento, de cara a los procesos electorales, de los más alarmantes casos de corrupción, antes, durante y después de las fechas y los hechos comiciales. Las reuniones se llevaron a cabo de manera más o menos restringida porque, por obvias razones, no se tolerarían filtraciones y divulgaciones que lastimaran, aún más, la imagen pública del partido.

Dieron cuenta aquellos conciliábulos de todo tipo de muestras de infracciones y desafueros que algunos priístas, incluso "distinguidos", habían incorporado a sus conductas políticas, convirtiéndolas así en acciones deplorables que, como se dijo "manchaban y comprometían la imagen pública de una institución política democrática y popular..."

Con descomunal ingenuidad de primerizos puntualizamos entonces la urgencia de que el partido en su conjunto no sólo se pronunciara públicamente en contra de los desafueros, sino que, al interior de la organización, se previera el procedimiento conducente a la censura e infracción de tales conductas, analizándolas y sancionándolas. Para algo iba a servir finalmente la Comisión de Honor y Justicia que, como pétreo y abandonado monumento, prevalecía en algún recodo de los estatutos del partido.

El recuerdo de las sensibilidades "heridas" y de las famas públicas comprometidas por nuestras audaces y primerizas investigaciones me divierte. Vistas a la distancia de varias décadas de descomposición partidista significan, como se quiera, una bocanada de aire fresco, un recuerdo de antiguas bondades en el corazón mismo de la longeva organización política. Las requisitorias de entonces reflejaban, de cualquier manera, no sólo la existencia lacerante de desviaciones y francas traiciones al espíritu primigenio de la organización, sino la invitación tácita a los adversarios para utilizar como oportunos proyectiles en nuestra contra las informaciones vertidas desde el seno del partido. Se trataba de una actividad riesgosa, difícil, de consecuencias imprevisibles. La orden fatal llegó más temprano de lo previsto y los expedientes abiertos se cerraron para siempre, y después desaparecieron.

Algunas figuras de la dirección del partido vieron, sin embargo, con simpatía, nuestros parvos intentos. Hubo voces de aliento y otras de sesgada prohibición. Honraré siempre, en mi fuero personal, los estímulos renovadores de Rodolfo González Guevara, de Adolfo Lugo Verduzco y de Mario Vargas Saldaña, por ejemplo. El arrojo honesto y decidido de Irma Cue y el denuedo cotidiano y tesonero de Jesús Salazar Toledano. De algunos otros prefiero no acordarme.

Acontecimientos de hoy han revivido mis ya desvaídas memorias de la acción partidista. Ostentosas declaraciones de dirigentes priístas que pretenden enjuiciar no sólo las conductas de sus correligionarios al interior de su organización, sino las tareas cotidianas de carácter informativo que de manera habitual llevan a cabo los profesionales de la información.

Tratemos de ponernos de acuerdo. La tarea de informar supone en el comunicador las dotes profesionales indispensables para el desempeño idóneo y eficaz de su función. Supone también la contextura ética que habrá de impedir la malversación de la noticia, el torcimiento de la intención en la entrevista, en síntesis, la lealtad a la verdad expresa que más tarde habrá de convertirse en la verdad impresa. De cierta manera el periodismo es también, además de sus múltiples ejercicios del oficio de informar, de "divulgar", un quehacer de lealtades. El reportero de oficio ejercita estas lealtades no solamente desde el punto de vista, por ejemplo, de un entrevistado, sino también, y de manera prioritaria, hacia el público lector, único y último destinatario del producto claro y transparente de su actividad. Es éste oficio de lealtades primigenias, el que mediante la suma de esfuerzos y verdades públicas integra la función del medio, del órgano, en nuestro caso, del periódico. Aquí y ahora, de nuestro periódico, de nuestra casa, La Jornada.

Muy recordada Elba Esther: ƑValdrá la pena que te exprese, con todas mis lealtades a cuestas, que en La Jornada existen las virtudes de un periodismo político directo y veraz? ƑServirá para algo que te diga que acusar a La Jornada de parcialidades, desde los andares en que transcurres, resulta por lo menos ingenuo y, de manera evidente, desproporcionado? ƑConducirá a algo el que te deje constancia clara de que en nuestro diario no se disputa por tu llegada libre a la Cámara de Diputados, ocupes o no el desempeño al que obvia, desesperada y públicamente aspiras?

Una vez más, estimada Elba, a ver si nos podemos entender: desde La Jornada estoy convencido de que tu "exabrupto" del otro día obedeció más a una desmedida pasión campañera que al razonamiento equilibrado de una mente política congruente. Si es así, me será más fácil registrarlo. Si por lo contrario, en tus palabras irritadas había algo que pueda resultar en testimonios de la realidad que tú registras y sostienes, entonces Elba, habrá que probarlo, y todo esto, desde luego, antes de que tomes posesión.

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