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México D.F. Lunes 28 de julio de 2003
Edward W. Said*
Perspectivas imperiales
Los grandes imperios modernos nunca se han sostenido mediante
el uso exclusivo del poderío militar, sino por lo que activa tal
poder, lo pone en operación y luego lo refuerza en la práctica
cotidiana de la dominación, el convencimiento y la autoridad. Gran
Bretaña gobernó los vastos territorios de India con unos
cuantos miles de funcionarios coloniales y unos cuantos miles más
de soldados, muchos de ellos nativos. Francia hizo lo mismo con
el norte de Africa e Indochina, los holandeses en Indonesia, los portugueses
y los belgas en Africa. El elemento clave es la perspectiva imperial, la
manera de abordar una realidad extranjera y distante subordinándola
con la mirada, construyendo su historia desde el punto de vista propio,
y considerando a sus pueblos sujetos a un destino que no será decidido
por ellos, sino por lo que los ajenos administradores consideren mejor
para ellos. De tales perspectivas intencionales se desarrollan ideas concretas,
incluida la teoría de que el imperialismo es algo benigno y deseable.
En uno de los más perceptivos comentarios hechos
alguna vez acerca del pegamento conceptual que mantiene unidos los imperios,
el notable novelista anglo-polaco Joseph Conrad escribió que "la
conquista de la tierra, que en gran medida significa quitársela
a aquellos que tienen una complexión diferente y/o narices un poco
más chatas que nosotros, no es cosa bella cuando la mira uno a fondo.
Lo que la redime es la idea misma. Una idea montada sobre lomos; no una
pretensión sentimental, sino una idea y una desapegada creencia
en ella: algo que sea posible fabricar, para luego doblegarse ante ella
y ofrecerle un sacrificio".
Esto funcionó por un tiempo, pues muchos líderes
coloniales pensaron que cooperar con la autoridad imperial era la única
salida. Pero dado que la dialéctica entre la perspectiva imperial
y la local es inevitablemente confrontativa e inestable, en algún
momento se torna incontenible el conflicto entre dominadores y dominados
y estalla lo que se conoce como guerra colonial total, como ocurrió
en Argelia e India.
Estamos aún bastante lejos de un momento así
en la dominación estadunidense sobre el mundo árabe y musulmán.
Por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial el interés estratégico
de los estadunidenses en la región ha sido asegurar (y controlar
más de cerca) suministros más fácilmente accesibles
de cuantioso petróleo, y garantizar, con enormes costos, la fuerza
y la dominación israelíes sobre todos sus vecinos.
Todo imperio, incluido el estadunidense, se dice a sí
mismo y al mundo, con regularidad, que es diferente de todos los otros
imperios, y que tiene una misión que ciertamente no es depredar
ni controlar, sino educar y liberar a los pueblos y los sitios que gobierna
directa o indirectamente. No obstante, estas ideas no son compartidas,
de ninguna manera, por la gente que ahí vive, cuyos puntos de vista
son, en muchos casos, totalmente opuestos. Pero esto no ha evitado que
todo el aparato estadunidense de información, diseño de políticas
y decisiones en torno al mundo árabe/islámico imponga sus
perspectivas a los estadunidenses, ya no sólo a los árabes
y musulmanes, pues sus fuentes de información son tramposas, de
hecho trágicamente inadecuadas.
La
diplomacia estadunidense se ve rebasada permanentemente por el ataque sistemático
emprendido por el grupo de cabildeo israelí contra lo que llaman
arabistas. De los 150 mil soldados acantonados en Irak, apenas un puñado
sabe árabe. David Ignatius dio en el clavo con un excelente texto
aparecido el 14 de julio con el título: "Washington está
pagando su carencia de arabistas" (http://www.dailystar.com.lb/opinion/14_07_03_b.asp),
en el que cita una frase de Francis Fukuyama: el problema es que "los arabistas
no sólo asumen la causa de los árabes, sino también
la tendencia de los árabes al autoengaño". En Estados Unidos
saber árabe y tener algún conocimiento y cercanía
con la vasta tradición cultural arábiga se considera una
amenaza para Israel. Los medios juegan con los más viles estereotipos
acerca de los árabes (ver por ejemplo el texto hitleriano de Cynthia
Ozick en el Wall Street Journal, del 30 de junio, en el que hablando
de los palestinos dice que "han traducido la fuerza de la vida en un cultismo
que se volvió espiritualismo siniestro", palabras que podrían
caber perfectamente en el contexto de las declaraciones de Nuremberg).
Muchas generaciones de estadunidenses han llegado a creer
que el mundo árabe es principalmente un lugar peligroso, donde reinan
el terrorismo y el fanatismo religioso, y donde clérigos mal intencionados
inculcan en los jóvenes un antiamericanismo gratuito y un
anti semitismo virulento. Esta ignorancia se toma como conocimiento, en
muchos casos. Lo que no siempre resalta es que cuando surge en esos países
un líder que sí "nos" gusta -por ejemplo el sha de
Irán o Anwar el Sadat-, se asume que es un visionario valeroso que
ha hecho mucho por "nosotros" o por "nuestra" forma de vida, no porque
haya complaciendo el juego del poder imperial, que es sobrevivir entreteniendo
a la autoridad reinante, sino porque está conmovido por los principios
que nosotros compartimos. Casi un cuarto de siglo después de su
asesinato, Anwar el Sadat es, y no es exageración decirlo, un hombre
olvidado e impopular porque la mayoría de los egipcios consideran
que sirvió a Estados Unidos, no a Egipto. Lo mismo ocurre en el
caso del sha. Que después de Sadat y el sha hayan
llegado al poder gobernantes aún menos digeribles no indica que
tuviéramos razón, como se tiende a creer, sino que las distorsiones
en las perspectivas imperiales producen distorsiones ulteriores en la sociedad
de Medio Oriente que prolongan el sufrimiento y extreman las formas de
la resistencia y la autoafirmación política.
Esto es particularmente cierto de los palestinos, que
ahora se dice que lograron reformarse por permitir que Mahmoud Abbas (Abu
Mazen) sea su dirigente en vez del escoriado Arafat. Pero eso es materia
de interpretación imperial, no una realidad concreta. Tanto Israel
como Estados Unidos consideran que Arafat estorba el arreglo impuesto a
los palestinos, el cual destruirá todas sus exigencias anteriores
y representará la victoria final de Israel sobre lo que algunos
israelíes llaman su "pecado original", es decir, haber destruido
en 1948 la sociedad palestina y tirar a la basura la nación de todos
esos palestinos que hoy no cuentan con un Estado y tienen sus territorios
ocupados. No importa que Arafat, a quien he criticado por años y
años en medios árabes y occidentales, siga siendo considerado
universalmente el líder palestino, porque fue electo legalmente
en 1966 y porque ha logrado una legitimidad que ningún oro palestino
tiene. No hablemos de Abu Mazen, burócrata que por mucho
tiempo fue un subordinado de Arafat y que no tiene respaldo popular alguno.
Más aún, existe hoy una oposición palestina coherente
al dominio de Arafat y a los islamistas (la Iniciativa Nacional Independiente),
pero no recibe atención todavía porque los estadunidenses
y los israelíes desean un interlocutor obediente que no esté
en posición de dar problemas. La cuestión de si el arreglo
impuesto funcionará la dejan para otro día. Esta es la cortedad
de miras, de hecho la ceguera y la arrogancia de la mirada imperial. Esta
misma tendencia se repite en la forma en que los estadunidenses entienden
Irak, Arabia Saudita, Egipto y el resto de países. El problema con
estos puntos de vista es que son incompetentes e ideológicos; no
proporcionan a los estadunidenses ideas acerca de los árabes y los
musulmanes, sino visiones de lo que les gustaría que fueran los
árabes y los musulmanes.
Que un país con enorme riqueza y poderío
produzca esta incompetente, mediocre y mal manejada ocupación de
Irak es hacer travestismo intelectual. Realmente nubla la mente que un
burócrata medianamente inteligente como Paul Wolfowitz conduzca
políticas de tan colosal incompetencia, mientras convence al pueblo
que realmente sabe lo que hace.
Impulsar esta particular perspectiva imperial deriva de
un punto de vista orientalista que a la larga no permitirá que los
árabes, como pueblo, ejerzan su derecho a la autodeterminación
nacional. Se les considera diferentes, incapaces de lógica, imposibilitados
para decir la verdad, fundamentalmente perturbadores y asesinos. Desde
la invasión de Egipto por los ejércitos de Napoleón
en 1798 ha existido una presencia imperial ininterrumpida, basada en estas
premisas, por todo el mundo árabe, y ha producido miseria incontable
-y algunos beneficios, es cierto- para la mayoría de la gente. Pero
estamos tan acostumbrados a los enjuiciamientos de asesores estadunidenses
como Bernard Lewis y Fouad Ajami, quienes dirigen su veneno contra los
árabes por todos los medios posibles, que el pueblo de Estados Unidos
de alguna manera piensa que hace lo correcto porque así son los
árabes. Es este también el dogma israelí, compartido
sin crítica alguna por los neoconservadores que son el corazón
del gobierno de Bush, y que le echan más leña al fuego. Así
que nos esperan muchos años más de desasosiego y miseria
en una región del mundo cuyo principal problema, para ponerlo con
la mayor simpleza posible, es el poder estadunidense. Pero a qué
costo, con qué fin.
*Intelectual de origen palestino-estadunidense, premio
Príncipe de Asturias por su labor en favor de la pacificación
en Medio Oriente y profesor de literatura en la Universidad de Columbia.
Traducción: Ramón Vera Herrera
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