México D.F. Sábado 2 de agosto de 2003
La ignorancia no es la dicha
Los disturbios raciales en la lucha por los derechos civiles
en los 60 en EU, motivados por la misma enajenación que provocó
los ataques del 11-S
WALTER MOSLEY
Cuando mi padre estaba sentado en nuestra sala oscura
deseando poder salir y unirse al tumulto de los disturbios de Watts de
1965, vi algo que me tomó muchos años comprender. El experimentaba
algo que iba mucho más allá de la simple rabia. Quería
venganza por todos los años en que sufrió maltrato, y por
todos los millones que habían sido asesinados, robados, violados
y silenciados. Quería salir a la calle, gritar y disparar su pistola
contra el vacío de la opresión. ¿Sentía odio?
Sí, definitivamente. ¿Debían tener miedo de él
aquellos a quienes odiaba? Sin duda alguna.
LeRoy Mosley fue víctima de un sistema de racismo
que arruinó a su gente durante seis, ocho, 10 o más generaciones.
Fue heredero de un trago amargo. Fue un sobreviviente que ahora se encontraba
ante la posibilidad de vengarse al fin. Burn, baby, burn, fue el
estribillo de los tempestuosos 60. Mi padre gritaba esas palabras en su
mente. El y millones de otros hombres y mujeres negros odiaron al Estados
Unidos blanco durante los cinco días que duraron las protestas de
Watts. Por esos cinco días y por las generaciones que los precedieron
y los siguieron. Su ira ardiente estaba justificada, según su experiencia.
Nunca, ni en una sola ocasión, cuestionó su propia culpa
por las instituciones racistas y sus agregados. Estados Unidos tenía
miedo de mi padre. Más que nunca, este país quería
que desapareciera esa parte de su mente en que se albergaba un profundo
rencor. Y si mi padre y los millones que se sentían como él
no podían olvidar su odio, querían que todos ellos desaparecieran.
Esto es simplemente natural. Nadie quiere que alguien
que lo odia esté en algún lugar de la periferia. Su sola
presencia implica una amenaza. Durante todos los años que precedieron
a los disturbios, los blancos pudieron ignorar la historia y los crímenes.
Esto ocurrió hace mucho tiempo, según nos
enseñaron en la escuela. Pero luego Lincoln liberó a los
esclavos. Pero ahora los nietos y bisnietos de esos esclavos estaban desbordándose,
actuando guiados por un odio que provenía de siglos de abusos.
Nuevamente,
la historia fundamental de mi padre asomaba la cabeza. En esa ocasión,
el Estados Unidos blanco se decía: "No pueden estar en guerra conmigo.
Nunca le hice nada a esa gente". Pero el Estados Unidos blanco tenía
que despertar, al menos por un momento para darse cuenta que el Estados
Unidos oscuro se retorcía en una pesadilla sin fin. Ver a mi padre
tan miserable por su decisión de quedarse en casa durante las protestas
me volvió muy inseguro. Después de todo, mi madre era blanca.
Los Lickfields, que vivían en la casa de junto,
y muchas de las personas con las que trabajaba mi padre, eran blancos.
Mi padre no tenía dobleces conscientes ni inconscientes. Sus amigos
siguieron siéndolo antes y después de los disturbios. Hubiera
muerto por proteger a mi madre de cualquier cosa que pudiera lastimarla.
Nunca hablaba mal de los blancos por su raza. Nunca usó ese pretexto
si un superior suyo blanco criticaba su trabajo. Mas si las críticas
provenían del racismo, se ponía a arder. Pero siempre fue
muy racional y responsable. Mi padre nunca se convertiría en el
enemigo de alguien con tal de tener la razón.
Entonces, ¿por qué quería agarrar
su pistola y una bomba molotov ese verano de 1965? ¿Por qué
su corazón se hinchó de un orgullo oscuro cuando vio a otros
estadunidenses negros causando caos? Por supuesto, ya respondí a
esta pregunta. El odio vivía dentro de mi padre como vive hoy día
en los corazones de tantos negros en Estados Unidos. Es parte del legado
de la esclavitud, el racismo y Jim Crow . Es algo con lo que mi padre
y la mayoría de los afroamericanos han aprendido a vivir. Nunca
disparó su pistola o incendió un edificio. Nunca se permitió
cometer los mismos crímenes que se perpetraron contra él.
La mayoría de nosotros no lo hacemos. Entendemos que podemos optar
entre construir y destruir.
Existe una larga discusión que proviene de esa
dolorosa conclusión, pero ese no es el tema aquí. El único
papel que juega la rabia muda de mi padre es la de ayudarnos a entender
la rabia que hombres y mujeres alrededor del mundo sienten hacia Estados
Unidos hoy día, especialmente la población musulmana de Medio
Oriente.
Son innegables las similitudes con el caso anterior: un
grupo de gente que está bajo muy intensas presiones políticas
y económicas por una cultura externa; personas que son obligadas
a adherirse a estándares que los vuelven rechazados dentro de sus
propias culturas y dentro de su propia piel. Los vemos en CNN y en la portada
de revistas y periódicos: gente furiosa de piel oscura que quema
efigies y banderas, que hace marchas y grita denuncias contra los imperialistas
del capitalismo: nosotros.
Desde Pakistán a Arabia Saudita manifiestan su
ira. Durante décadas, afirman, Estados Unidos ha interferido con
su religión, con su dinero y con sus gobernantes. A veces hemos
huido de estos conflictos. Con frecuencia los hemos enfrentado mediante
operaciones militares secretas. Pero recientemente nos estamos preparando
para guerras declaradas.
Este tipo de política internacional representa
un profundo dilema para los afroamericanos. Me di cuenta de esto cuando
vi a Colin Powell siendo quemado en efigie en Pakistán. Ahí
nadie lo consideraba un hombre negro. No lo veían como hijo de Africa.
Era un estadunidense imponiendo políticas estadunidenses a un pueblo
que está harto de nuestras políticas y representantes. No
se identifican con él, y yo veo algo de la furia de mi padre en
ellos. Imagino a 10 mil paquistaníes por cada uno de los que participan
en una protesta. Imagino a estos hombres y mujeres sentados en sus casas,
sintiéndose impotentes y viendo a Estados Unidos como el enemigo.
Los veo deseando ese mundo que por siempre les será negado. Viven
en la pobreza y en una nación rodeada de enemigos. Son un pueblo
que quiere realizar sus sueños en un mundo que desea tener el control
hasta sobre los pensamientos.
Me odian. Quisiera que este odio desapareciera de la misma
forma en que Estados Unidos quería que desapareciera el odio de
mi padre. Me encuentro, curiosamente, en la posición en que se encontraban
los blancos ante la generación de mi padre. Heme aquí, sintiendo
que no tengo protección alguna de la gente que me odia. Celebran
cuando soy atacado y herido. Rezan pidiendo que me derrumbe.
El Estados Unidos blanco reaccionó a las imágenes
de odio del Estados Unidos negro. Huyeron hacia los suburbios. Eligieron
a Richard Nixon. Clamaron su inocencia. Y al ignorar su propia historia
se creyeron esa inocencia. El Estados Unidos blanco ha afilado durante
siglos el mito de la incorruptibilidad estadunidense. Es difícil
hacer ver errores a los estadunidenses felices y sonrientes que creen en
la Constitución y en el derecho al voto de cada ciudadano, quienes
creen en la democracia, la libertad de culto y el libre mercado.
Viajando en los limitados círculos de la clase
media estadunidense, a cualquiera le costaría mucho trabajo negar
la majestad utópica de nuestra nación. Tenemos agua limpia
y automóviles, televisores en cada hogar, policías que patrullan
las calles. Hemos elegido a nuestros representantes y tenemos escuelas
libres. Contamos con vastas cantidades de comida, ropa, medicinas, alcohol
y tabaco.
El Estados Unidos que existe para la clase media es hermoso.
Pero hay lugares que niegan este edén: el Estados Unidos pobre,
el de las clases trabajadoras y esa área gris que se encuentra entre
ambas masas que sufren. Los millones de hombres y mujeres que viven en
la puerta giratoria entre el ghetto y la prisión, los niños
que se van hambrientos a la cama, los que tienen trastornos mentales, los
enfermos y los que no tuvieron ninguna educación integran una parte
muy grande de este paraíso. Y estas masas que sufren tienen suerte:
al menos tienen la oportunidad de asociarse de alguna manera con el sueño
americano. Existe la magia de la prosperidad en Estados Unidos, ¿pero
qué hay del resto del mundo?
Afganistán era la nación más pobre
del mundo antes de los ataques contra el World Trade Center. Y mientras
el sida diezma Africa, sólo tenemos que ver nuestra historia reciente
para ver la carnicería que hemos creado a escala mundial: el bombardeo
a Camboya y la infinita y absurda guerra contra el pueblo de Vietnam, el
asesinato de miles en Guatemala y la invasión a Panamá. Hemos
decretado embargos contra líderes de naciones que no necesitan nada
y dejamos que las poblaciones inocentes sufran nuestros castigos.
Nuestra libertad y comodidad tienen un precio muy alto
para nuestros ciudadanos y personas alrededor del mundo. La clase media
blanca estadunidense y quienes aspiran a pertenecer a ella han sido dichosamente
ignorantes de esta situación.
Pero los negros estadunidenses no tienen tanta suerte.
Tomado del nuevo libro de Walter Mosley What´s
Next?, que se publicará en septiembre próximo en Estados
Unidos. Su más reciente novela de misterio se titula Six Easy
Pieces.
Jim Crow: El nombre que se le daba al código
de leyes de segregación racial y reglas de "etiqueta" que imperaron
sobre todo en el sur de Estados Unidos desde finales del siglo XIX hasta
parte del siglo XX. Estas dictaban, entre otras cosas, que las personas
negras no usaran los mismos baños, peluquerías ni asientos
en lugares públicos que los blancos. El nombre se origina de una
canción interpretada en los años 30 del siglo XIX por el
comediante Daddy Rice, quien se maquillaba la cara de negro para ejecutar
rutinas cómicas que ridiculizaban a la gente de color. (N de la
T.)
Traducción: Gabriela Fonseca
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