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México D.F. Lunes 4 de agosto de 2003
León Bendesky
Tratamiento de choque
A fuerza de repetirse, algunas nociones se vuelven lugares comunes. Cuando ello ocurre pierden su contenido, se tornan en frases vacías que no sirven para alentar el pensamiento, lo cual es muy grave en términos individuales y colectivos; y menos aún son capaces de provocar acciones decisivas. Su mal uso político las desgasta y dejan de ser una referencia útil para entender procesos tan complejos como los que involucra la sociedad. Eso pasa ahora con el problema del crecimiento de la economía mexicana.
Durante años se ha planteado la cuestión de su incapacidad para crecer a una tasa alta y de manera sostenida, pero cada obstáculo que se ha enfrentado ha significado añadir de modo efectivo una distorsión más en la estructura productiva, en las cuentas fiscales, en el sistema de financiamiento, en la configuración del empleo y del proceso de generación de ingresos. Remontar esos obstáculos y superar esas distorsiones es cada vez más difícil físicamente y más costoso en términos económicos.
Esta es una cuestión que ya ha durado largo tiempo. Luego del auge petrolero que terminó con la crisis de la deuda externa en 1982, el aumento promedio del producto hasta ahora ha sido sumamente bajo, apenas 2.3 por ciento con un producto por habitante completamente estático, ya que ha crecido en promedio en ese mismo periodo sólo 0.4 por ciento. Y no se trata solamente de un estancamiento, que ya es crónico, sino que se ha dado en un entorno de crisis recurrentes y con profundo desarreglo institucional. Ese es el horizonte que no se debe perder de vista dados los espejismos recurrentes que han ofrecido los políticos y el entusiasmo esporádico de los grandes empresarios y banqueros.
En esas circunstancias no hay misterio alguno en hechos como los que se conocen de sobra: enorme concentración del ingreso en una parte muy pequeña de la población, que se hayan acumulado más de 60 millones de pobres (según cifras oficiales), que no se generen empleos suficientes, y que deba entonces promoverse la informalidad como único recurso para sostener una mínima estabilidad social y, en fin, que las condiciones de la productividad en todo el sistema económico estén por los suelos.
El discurso económico oficial repetido ad infinitum reconoce todo esto, aunque de modo parcial, y sus políticas se aplican, por lo tanto, también por partes. Por eso mismo es completamente ineficaz. Esta economía necesita un replanteamiento drástico en cuanto a las formas de su funcionamiento, requiere un verdadero tratamiento de choque. Ello abarca los arreglos que atañen a la operación de los mercados y las formas de regulación de las actividades privadas. Comprende, igualmente, aquello que debe hacer el Estado para acrecentar la inversión, sobre todo en la infraestructura física; incluye las acciones para fortalecer la cohesión social y dejar de premiar a quienes menos lo necesitan, lo que sólo lleva a reproducir la situación de debilidad estructural y proclividad a las crisis. Hay que darse cuenta que hablamos de un asunto de carácter generacional, así que postergar confrontarlo sólo provocará prolongar el estado de estancamiento crónico, a pesar de que haya cortos periodos de recuperación que acaba siendo ficticia.
Este no es sólo un asunto de índole moral; ni siquiera es necesario apelar en principio a esa cuestión y ello puede evitar confrontaciones innecesarias entre ideólogos de uno y otro bando. En cambio, se puede plantear de modo directo en el ámbito estricto de la técnica para administrar un capitalismo que sea más eficiente, en sus pautas de rentabilidad como sistema productivo y para generar mayor bienestar para la población. Con base en este criterio técnico (que es el que favorecen los economistas más ortodoxos), el desempeño de la economía mexicana, así como el modelo que se aplica para su gestión por más de dos décadas, han sido un fracaso.
Ni las políticas públicas que han compartido la misma esencia desde el gobierno de De la Madrid hasta el de Fox, ni las demandas generales de un cambio en el modelo económico desde otros frentes políticos e ideológicos, facilitan la necesidad de volver a dar un contenido a la noción del crecimiento de la economía. Esa es la base material ineludible para replantear las condiciones del aumento del bienestar y de menor inequidad sociales en el país. Pero hay también un límite para la aplicación de las técnicas de la gestión económica, puesto que no se puede hacer en el vacío, requiere de un entorno político que la cobije y la haga viable. Las medidas que deben tomarse exigen decisiones políticas radicales, que no pueden ser solamente golpes bruscos de timón, según una imagen muy socorrida en nuestro ambiente político. El gobierno no parece dispuesto, ni capaz, para emprender un movimiento de esa naturaleza ni de la profundidad necesaria. No obstante, ése será sin duda el terreno para una disputa seria por el poder en 2006 que vaya más allá de las ganancias electorales de los partidos. No queda claro todavía cómo (y no digo quién) se puede empujar de manera clara en esa dirección.
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