México D.F. Lunes 4 de agosto de 2003
Hermann Bellinghausen
Entomología del distraído
Nada como tener una buena esquina, con sus adentro y sus afuera llenos y bien distribuidos de donde salen las fugas de uno. Esconde mejor y deja ver más. El rincón de la catapulta. El estudio de Castor, de noche alumbrado por una guardia de cirios de flama derechita. Y una lámpara de gas a manera de capitán de patrulla.
Las palomillas golosas de luz rondan la iluminación del cuarto, paladean el vidrio que les transparenta el lado feo: el vientre brilloso, su lado gusano. Alas y élitros que despliegan los trazos fantásticos del pincel de la naturaleza tienden a orear sus mantos daltónicos, bajo una luna crecientísima que ilumina la noche a sus espaldas queriendo entrar.
Un tormento de vidrio para los bichos en general, más agudo aún para los ambiciosos mosquitos que además de luz quieren sangre. Alimentan su frustración de frío, sed y odio, como verdaderos vampiros.
La noche revolotea en el pecho de Castor. Si la taquicardia no cesa, va a tener que saltar por la balaustrada o hacer algo.
Esos insectos. El viento afilado trae noticias de una lejana tormenta tropical. Desde el Caribe llega un susurro a la arboleda en los altos cerros del sur, como un río que ya te has de imaginar. No consigue concentrarse en las mariposas diurnas y muertas, abiertas cual libros sobre mesa de disección.
Castor descorre el pestillo de la ventana. Le truenan las falanges, recordándole el esqueleto. ƑSaldrá a la noche y se hundirá en la negra intemperie, como acostumbra? ƑO sólo dará paso a la nube de alimañas y los aires escabrosos, al frío de perros y el olor profundo de los nardos?
Se oyen crujir los escalones de madera a sus espaldas. Llega la vieja Tundra candelabro en mano, lo deposita a un lado y extiende un chal de lana sobre los hombros de Castor, quien encuentra en el reflejo del vidrio sus propios ojos prevenidos contra el espanto y los de Tundra velados por el cansancio. No son horas.
-ƑTe cambio la taza de té? -pregunta Tundra por preguntar.
-No mujer, he bebido cuatro.
-Qué andas abriendo el pestillo, a poco piensas salir esta noche.
-No mujer, es que tengo ansias.
-Habías de venirte a la cama de una vez, viejito.
-Ay mujer, es que si me voy lo pierdo.
-ƑPierdes qué, viejo?
-El hilo de la pulsación de la noche. Los secretos.
-Para secretos estás. Qué más buscas si los que tienes no los sabes borrar.
Castor parece escucharla sólo al fondo de sus propios ruidosos pensamientos:
-Pero están allá. Afuera. Llamando.
-No empieces -repela Tundra, palmeándole las mejillas.
-Trato. Pero no consigo evitar lo irresistible.
-Tú y tu teoría de las tentaciones. Cuando menos trata de no desvelarte desmasiado -se rinde Tundra y empieza a retirarse del rincón donde Castor exagera observaciones.
La mujer toma el candil y abandona el estudio iluminado rumbo a la escalera, dispuesta a esperarlo una vez más. Lo ha esperado tantas veces que una más, qué tanto.
Castor abre la ventana. Apaga la linterna de gas. El viento se encarga de revolver los papeles y silenciar los cirios a sus espaldas. Se incorpora y pone la nariz por testigo de que la intemperie tiene el destino congelado. Y ya. Algunas veces las revelaciones (inspiraciones, hallazgos) son instantáneos.
Ahíto de la comprobación, oye disminuir la taquicardia. Entorna la ventana. No esperaba terminar tan rápido. Sin rozar un mueble, a oscuras recorre sin rozar el camino a la escalera que conoce de memoria. Todavía encuentra colgado del aire el olor a jabón de lejía de Tundra con la cara lavada. Seguramente no se ha dormido. Los pies de Castor ven por él los escalones. Siente el alborozo de un escolapio momentáneamente relevado de sus tareas. Y aunque viejo, experimenta la rara emoción de hombre a punto de llegar antes de lo esperado.
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