México D.F. Lunes 11 de agosto de 2003
Hermann Bellinghausen
País de las distintas partes
Volátil, estático y pulsante, bañado por una luz de atardecer dorada y con cierto peso, por aquello de los kilates, el País de las Distintas Partes, surcado por fronteras y límites que son puro invento, se cubrió con una vasta membrana amniótica, levemente roja. En la oscuridad artificial de los túneles se sentían los latidos como en la sien de un gigante agitado, y al aire libre las distancias dejaban en la boca un regusto húmedo a sal y herrumbre, a dulzor de fruta. Era un pasar el dedo sobre una cicatriz antigua, donde la piel siente distinto.
Qué pasados de moda se habían vuelto los trenes. Como no fuera para trasladar fertilizantes y oxidantes industriales, o los insumos para el despojo nacional. La gente ya no tomaba ferrocarril. Se clausuraron las estaciones y los convoyes llegaban sólo al intestino grueso de las bodegas en los puertos de ambos mares.
Aquella tarde, al descender el espinazo del País de las Distintas Partes, la lejanía se vio atravesada por un larguísimo ferrocarril que lanzaba humo y ruido, petrificado en su pavor. Iba lento y daba largas vueltas, así que quedó atrás.
En las plazas de los pueblos los niños vestían orgullosos los colores de la tarde y jugaban tras los setos jugaban escondidillas con tordos y sanates, esos profesionales del atardecer.
Una flecha bien dibujada por patos migrantes surcó las rubicundas nubes hechas girones. Los nidos, las casas y los cubiles se concentraron para la noche. El alumbrado público de las ciudades provinciales despertó de su letargo. Al ingresar a una zona más gorda de la sombra, el chofer encendió los cuartos.
En su carácter de pasajeros, poco después que llegaron a la terminal, los viajantes dispersaron sus respectivos destinos. El País de las Distintas Partes se detuvo a pernoctar. Un repentino silencio de motores resonó oído adentro y terminó perdiéndose en el pliegue de los sueños.
Una insinuación en la lengua universal de las imágenes anegó las recámaras familiares, las habitaciones en hoteles y posadas, los acampamentos, las urbanizaciones. La inquietud se apagó en el 'tsss' de una vela. Tras un corto gemir de pasiones y una cortina de ronquidos, el silencio se adueñó de sí mismo.
Los pobladores del País de las Distintas Partes viaja mucho pero no le gusta ir demasiado lejos. Cruzan fronteras tan tranquilos, pero prefieren no poner océanos verdaderos de por medio. Y volver (volver, volver) es una melancólica costumbre nacional. Trabajadores, aventureros y autoexiliados combaten el desarraigo, con odio ciego si es preciso. Estiran y enredan las raíces, se las comen, fuman o imaginan, pero no las sueltan. Las cultivan, pero no las venden. Las esconden, pero no las pierden.
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