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México D.F. Jueves 14 de agosto de 2003
Olga Harmony
Dos caras del Teatro
La vocación de La Gruta, en el Centro Cultural Helénico, ha sido desde su nacimiento -que se dio gracias a los esfuerzos de Mercedes de la Cruz- propiciar la experimentación de lenguajes escénicos muy personales y, sobre todo, ser un foro para la aparición de propuestas jóvenes y frescas, aunque también ha acogido a teatristas de sólida trayectoria. A veces las experimentaciones son mediocres o malas. A veces los textos escogidos poco o nada tienen que ver con lo novedoso, como ocurre con El caso de la mujer asesinadita, de Miguel Mihura y Alvaro de Laiglesia (que no he visto en esta escenificación, porque ya la vi hace medio siglo con todo el encanto de Enrique Rambal y la elegante belleza de Lucy Gallardo, me parece que en el desaparecido Teatro Arena), a la que se quiere hacer aparecer como un homenaje a la llamada época de oro del cine mexicano, cuando pertenece a la época de oro de las comedias complacientes y evasivas del franquismo, al igual que lo fueron sus autores. Con el montaje de Angeles probables, con dramaturgia de Zaria Abreu y Carlos Nóphal, y sobre todo con la dirección de la primera, La Gruta mantiene su vocación primera, un cierto aire de lo imprevisto y diferente, que estos jóvenes nos procuran.
La dramaturgia, que elabora improvisaciones de dos actores que ya no están en el reparto, con textos de varios autores, es muy poco sólida, con giros muy abruptos de los dos personajes, tanto en sus situaciones como en sus actitudes. Le debe mucho a Esperando a Godot, de Samuel Beckett, y me imagino (porque desconozco el alemán, idioma en que en un momento dado hablan los actores) que rinde un homenaje al filme Alas sobre Berlín o Las alas del deseo, de Wim Wenders. Existe una ambivalencia muy interesante acerca de si Gabriel es un ser humano o un ángel, y se nos habla de la soledad, la camaradería, el deseo de volar, que es tanto un escape como la posibilidad de aventura y nuevas experiencias. Los personajes juegan mientras esperan un tren que llega o no, se cuentan sus historias, riñen o se contentan, sufren la soledad compartida. La historia es muy válida y hubiera requerido una mejor dramaturgia que la que se obtuvo finalmente: tantas manos son demasiadas manos.
Lo importante aquí es el desempeño de los dos actores -con dirección corporal de Fidel Monroy- y la muy imaginativa dirección de Zaria Abreu, de quien no conocía trabajos previos. En el desnudo foro, con la iluminación y el vestuario de Javier Margulis y el diseño sonoro de Ricardo Cortés, Alfonso Cárcamo, como Gabriel, e Iván Olivares, como Sergio, hacen gala de una excelente expresión corporal mientras dan sus parlamentos y dibujan con gises lo que se requiere de escenografía y lo que sus sueños requieren. Ya antes de la tercera llamada han dado la pauta, con el chiste de la televisión pintada. Luego, sobre todo Gabriel, nos hacen aparecer la taquilla de la estación ferroviaria, un papel de baño que se prolonga como rieles y durmientes (''los bellos durmientes'', dice Gabriel), una enorme botija para saciar su sed, un ropero, un avión -que es el juego infantil- y alas, varias alas. Resultaría muy deseable poder apreciar otro trabajo de esta directora con un texto mejor estructurado.
La otra cara es el teatro comercial no muy eficiente. Retrato de la artista desempleada, de Becky Mode, es una comedia a la que se le pueden poner muchos peros, hecha para el mero lucimiento de una actriz con un trasfondo desagradable. La protagonista no es una artista, sino una mediocre aspirante a actriz -más por el dinero y la fama, me parece, que por auténtica vocación- cuya falta de oportunidades la convierte en recepcionista de las reservaciones de un afamado restaurante -que logra sus propósitos, incluyendo obtener dinero mediante corruptelas y chantajes, no por sus propios méritos como en los antiguos hoppy end. No resulta un personaje atractivo a pesar de que contemplemos todas sus desdichas en el empleo que tiene. Por otra parte, a pesar del eficaz trazo escénico de Francisco Franco, Rebeca Jones no logra incorporar en su movidísimo desempeño a todos los personajes, a veces los diferentes acentos e impostaciones de cada uno se llegan a confundir, en parte porque el ritmo que el texto impone es muy rápido, en gran medida porque no tiene el nivel actoral que se hubiera requerido.
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