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México D.F. Miércoles 20 de agosto de 2003
ATENTADO EN BAGDAD: LOS RESPONSABLES
El
mortífero y devastador ataque contra la sede de Naciones Unidas
en la capital iraquí, en el que perdieron la vida, entre otras personas,
el jefe de la misión, Sergio Vieira de Mello, diplomático
brasileño que se desempeñó como alto comisionado de
la ONU para Derechos Humanos, y Christopher Klein-Beekman, coordinador
en Irak del Programa para la Infancia de Naciones Unidas (UNICEF), fue
una acción atroz y repudiable que no debe, sin embargo, analizarse
fuera de su contexto: el de un país bloqueado durante una década,
luego invadido a contrapelo del derecho internacional, destruido, masacrado,
avasallado y saqueado por potencias extranjeras que detentan, manu militari,
el poder supremo y el control del territorio iraquí.
Pero la justa y necesaria condena mundial al atentado
terrorista cometido ayer contra la sede la de la ONU ha prescindido, en
la mayoría de los casos, de los elementos de contexto arriba mencionados
y ha quedado, por ello, como un juicio maniqueo, parcial e hipócrita
que distorsiona la pesadilla que se abate desde marzo de este año
sobre los iraquíes e impide comprender a cabalidad la significación
de un hecho sin duda criminal, pero no inexplicable ni tan irracional como
podría parecer a primera vista.
Sin ninguna pretensión de justificar la masacre
del hotel Canal, es oportuno recordar que, desde la primera guerra contra
Irak, la ONU ha sido percibida en ese país como un instrumento de
los designios hostiles de Washington. El Consejo de Seguridad dio cobertura
diplomática a la guerra encabezada por George Bush padre y, tras
la derrota de los iraquíes y la liberación de Kuwait, Naciones
Unidas impuso al país árabe un bloqueo casi absoluto que
causó muchísimas muertes, incontables sufrimientos y una
dramática regresión de la sociedad iraquí en ámbitos
como la salud, la educación y el empleo. Ese embargo salvaje resultaba
innecesario para garantizar la seguridad de Kuwait o para contener el sempiterno
belicismo de Saddam Hussein, y sus consecuencias eran mucho más
graves para los iraquíes comunes y corrientes que para los miembros
del régimen; sin embargo, fue mantenido, a instancias de Washington
y Londres y en contra de los principios humanitarios más básicos.
Cuando los gobiernos de Bush hijo y de Tony Blair maduraron
su decisión de derribar a Saddam Hussein y apoderarse de Irak, al
margen del derecho internacional y de la propia ONU, el organismo fue incapaz
de denunciar las mentiras y la arbitrariedad de los gobernantes anglosajones
y de preservar la vigencia de su propia carta fundacional. Y cuando las
bombas inteligentes de las potencias anglosajonas caían sobre casas
particulares, escuelas, fábricas y oficinas de prensa independientes;
cuando los soldados angloestadunidenses asesinaban a mansalva a civiles
desarmados y a periodistas extranjeros; cuando los invasores contemplaban
con parsimonia la destrucción y los saqueos del patrimonio cultural,
ninguna instancia de la ONU -su Consejo de Seguridad, su Asamblea General-
condenó esos actos de barbarie y terrorismo de Estado. Y desde la
caída del régimen de Saddam hasta la fecha, la ONU ha aceptado
acomodarse a las tareas de amable auxiliar civil de la ocupación
que Washington y Londres se dignaron asignarle en la nación invadida.
Cabe insistir: los hechos mencionados no justifican el
atentado, pero permiten explicar el odio y el resentimiento que pueden
experimentar los sectores más radicales del nacionalismo iraquí
hacia el organismo internacional. Ayer esos sectores arrasaron la sede
de la ONU en Bagdad, pero en los meses precedentes Bush y Blair demolieron
sistemáticamente cualquier vestigio de credibilidad que el organismo
pudiera tener entre los iraquíes.
Sería razonable esperar que los gobiernos de Bush
y Blair percibieran -si es que aún son capaces de percibir algo-
la redoblada ira de los combatientes iraquíes hacia todas las instancias
vinculadas a la ocupación militar, como era el caso de la misión
de la ONU en Bagdad, y que adoptaran las medidas de protección pertinentes
alrededor de su sede. Más aún, las potencias ocupantes, responsables
de la seguridad en el país invadido, tendrían que conocer
la lógica de la resistencia iraquí, la cual -como toda resistencia
nacional en cualquier nación sojuzgada- no golpea los blancos mejor
defendidos, sino los más vulnerables. Sin embargo, y a pesar de
las advertencias de la propia ONU sobre el problema de la seguridad, el
hotel Canal no disponía, en el momento del atentado, ni la décima
parte de los dispositivos de protección que rodean a los cuarteles
de las tropas estadunidenses y británicas en Irak.
Sería injusto y desproporcionado, en suma, atribuir
toda la responsabilidad de lo ocurrido a combatientes desesperados por
la destrucción, el pillaje y el sometimiento de su país,
y cerrar los ojos ante la circunstancia de sufrimiento, caos, barbarie
y resentimiento en que los gobernantes de la llamada coalición -Bush,
Blair y otros de menor monta, como José María Aznar y Silvio
Berlusconi- han sumido a la infortunada nación árabe. Ellos
son, a fin de cuentas, tan responsables de lo ocurrido como los autores
del atentado.
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