México D.F. Domingo 21 de septiembre de 2003
MAR DE HISTORIAS
Entre la lluvia y el río
Cristina Pacheco
Domingo avanza con dificultades por el lodazal. En medio
de su confusión advierte que las mujeres retroceden a su paso. Los
niños lo observan extrañados sin hacerle bromas ni invitarlo
a jugar, como en otras ocasiones, cuando regresa de sus correrías.
Se detiene y mira a su alrededor. La hilera de casuchas
desvencijadas y hundidas en el agua le resulta graciosa. Ríe pero
nadie lo secunda. Indiferente, Domingo se rasca el pecho sembrado de tatuajes:
una daga, un corazón, la Santa Muerte y el nombre de Betsabé.
Escucha el claxon de una tartana que se acerca. Levanta los puños,
retando al conductor:
-Espérate, güey. ¿O qué, tienes
mucha prisa?
Como respuesta oye el acelerón. Da un salto hacia
atrás para no ser arrollado. La tartana sigue rodando entre los
charcos. Domingo levanta una piedra y la arroja, pero no da en el blanco.
Su ímpetu lo hace perder el control, trastabillea y al fin cae de
espalda.
Tarda unos segundos en darse cuenta de que está
hundido en el lodo. Intenta levantarse y vuelve a resbalar. Escucha risas
y el grito de una mujer: "Neftalí, Johnny: ¿no les dije que
se metieran?" La voz aguda agrava su dolor de cabeza. Agobiado, cierra
los ojos y se abandona. Oye una voz que parece lejana: "Agárrate
de mí".
Domingo abre los ojos. Al ver a un hombre inclinado sobre
él, se protege la cara con el brazo. Se mantiene en guardia hasta
que reconoce a Ubaldo:
-¿Me hablas a mí, carnal?
Ubaldo no oculta su impaciencia:
-¡No te hagas pendejo! Agárrate de mí
para que te levantes.
Domingo se aferra al brazo de Ubaldo. Cuando al fin se
pone de pie, ve su chamarra enlodada. Riendo, con manotazos torpes intenta
limpiarla, pero sólo consigue ampliar las manchas y se da por vencido:
-Cuando mi jefa me vea, ¡uta!, va'rmar un cuete
de la chingada. ¿A poco no?
-No -responde Ubaldo, sin quitarle los ojos de encima.
-La conozco-. Domingo hace un movimiento para que su amigo
le deje el paso libre. En cuanto se echa a caminar tropieza con los despojos
hundidos en el lodo: -Me cae que esto es un puto chiquero y no es mi culpa.
Aunque la jefa lo diga, nomás no, porque yo ni estuve aquí.
Domingo descubre, colgando sobre la barranca, una pared
de su casa y el arbolito que le daba sombra. Se vuelve y mira a los vecinos
agrupados a mitad de la calle:
-¿Y ora qué?
Sin esperar respuesta se dirige a la barranca. Alguien
le grita que tenga cuidado y se detiene para mirar la cuesta y, al fondo,
el río. Turbio, el caudal corre de prisa abandonando en sus márgenes
las más humildes huellas de la destrucción causada por la
lluvia: telas, maderos, trastos, muebles desvencijados, un zapato.
Domingo se lleva las manos ahuecadas a las comisuras de
los labios:
-Jefa, jefa...- Permanece atento, en espera de respuesta,
pero sólo escucha el rumor del agua y la voz de Ubaldo:
-No la llames: está en la presidencia municipal.
Allí la dejamos, por mientras.
Sin dar importancia a las palabras de su amigo, Domingo
observa los restos de su casa. Por más que se esfuerza no logra
comprender su extraña posición junto al barranco. Se agacha,
toma un fragmento de ladrillo y murmura:
-Son chingaderas eso de que te vas a una fiesta y cuando
vuelves ¡ni mais de tu chiquero! ¿Quién fue o cómo
estuvo la bronca?
Tula, embarazada y con un niño en brazos, se acerca
a Ubaldo:
-Díselo de una vez.
Una anciana, con el rosario en la mano, interviene:
-¿Para qué? Todavía está mariguano.
-¡No se manche! ¿Cuál mariguano, qué?-
Domingo se pone en guardia: -A mí, que me digan las cosas en mi
cara. ¿Qué onda con mi jefa?
El grupo se desordena y avanza hasta rodear a Domingo.
De espaldas al barranco, oye la noticia que, fragmentada, le dan sus vecinos.
II
-En la tarde comenzó a llover...
-Liboria salió a quitar la ropa del tendedero.
-Yo también la vi y hasta le dije: "Métase,
porque el agua se va a venir muy duro".
-Los truenos se oían fuertísimo y hasta
espantaron a mis hijos bien feo.
-Y Liboria me gritó: "Nomás alzo la ropa
de Mingo. Cuando venga va a querer cambiarse y si no encuentra con qué,
uy..." En eso oí como si muchos animales vinieran bajando del cerro.
-Era el cerro, Mingo: se estaba desgajando y traía
bastante lodo.
-Rebotó en tu casa, Mingo. No sé si tu madre
habrá alcanzado a meterse o se quedó en el patio.
-Se quedó, yo la vi porque estaba asomada a mi
ventana. Ay, fue algo tan espantoso que no podía creerlo.
-Cuando se calmó el agua salimos a ver.
-A Ubaldo se le ocurrió pasarnos lista. Gracias
a Dios todos respondimos.
-Liboria no contestó y enseguida nos pusimos a
buscarla.
-Muchos pensaban que el lodo la había empujado
al río.
-Pero tuvimos suerte y la encontramos allá abajo,
atorada entre un árbol y una de las piedras que se soltó
del cerro.
-Pobrecita. Su cara, sus brazos...
-Y su pierna. ¡Cuánto dolor!
-No creo que lo haya sentido. Fue tan rápido.
-No te imaginas lo que fue subirla. La cuesta está
bien empinada y muy resbalosa. Dábamos tres pasos para adelante
y retrocedíamos dos.
-Lo bueno es que no volvió a llover, de otro modo
Liboria habría caído al río y ése la hubiera
arrastrado hasta quién sabe dónde.
-Así que no te apures, Domingo: Liboria está
en la presidencia municipal.
-Aquí doña Rosa nos hizo favor de prestarnos
una sábana para envolverla. Dale las gracias.
-A mí no, que se lo agradezca a Dios: Su misericordia
impidió que el agua se llevara la sábana, como todo lo demás.
-Eso es como un milagro ¿no?
-Yo digo que sí, porque Liboria siempre fue muy
religiosa.
-Y muy buena madre. A ver, Domingo: ¿qué
no hizo por ti?
-También debes agradecerle a Dios porque le dio
a tu mamá salud y fuerzas para trabajar como una mula. Cuando no
hacía quesadillas se iba a los tianguis o lavaba ajeno.
-A veces, cuando nos encontrábamos en los lavaderos,
le decía: "Andale, vamos a echarnos un taco a la plaza". Me contestaba:
"No. Mejor espero a Mingo: a él no le gusta comer solo". ¡Pretextos!
Lo hacía para ahorrar y poder comprarte unos tenis, un pantalón,
una chamarra buena.
-Sí, Migno, ella se ilusionaba mucho viéndote
arreglado y limpio.
-Ayer, con tal de que tu ropa no se mojara, salió
a quitarla del tendedero en el momento del aguacerazo. A lo mejor si no
lo hubiera hecho, a estas horas estaríamos platicando con ella.
-Piénsalo, Mingo, y verás como ningún
hijo ha sido tan adorado como tú... Mingo ¿me oyes?
-¡Loco! ¿Adónde vas?
Domingo siente que Ubaldo lo toma por la chamarra. Para
librarse del asedio, Domingo hace un movimiento rápido, se deshace
de la prenda, corre hacia el barranco y salta. Se escucha su grito desgarrado
y después sólo el rumor del agua.
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