México D.F. Lunes 22 de septiembre de 2003
Hermann Bellinghausen
Pájaro que cuenta
Ya están echando pelo rojo los elotes. Me gusta cuando las milpas se ponen altas. También me dan un poco de miedo. De pollo me perdí en una una vez, y creí que hasta ahí llegaba mi breve tránsito por el mundo.
Estoy por el momento a ras del suelo. Cantan muchísimos compañeros pájaros. Miro arriba. Una tanagra de pecho rojo cae como rayo, y al posarse deja la rama temblando. En el cantadero de la mañana se distingue, como siempre, el cenzontle gitano desde algún claro.
Siempre rondan los sanates insistentes, en pandilla y pendencieros. Hoy se dejó venir entre ellos un tordo de gran tamaño que movía el pescuezo como serpiente. Su perfil se recortaba a la perfección en el primer palo del robledal. Un bicho espléndido, de ojos crueles y amarillos y un plumaje de obsidiana pulida. Lo suyo era graznar. Feo ruido, pero calló a los demás. Tras él una patrulla de sanates se distribuyó entre la milpa y el robledal. Les encanta arrimarse a los jefes.
Los tordos cantan bien, si se lo proponen. Tienen voces que copian la de cualquiera de nosotros. Con las personas se enseñan a hablar, y parecen entonces loros siniestros. Su aparición de hoy fue una incomodidad para las aves normales. En esas, que cruza el prado mi compadre cenzontle y se mete al robledal, sin hacer caso de los cuervos. El tordo le echó un reojo hostil, pero como quiera sorprendido, sopesó opciones, y decidió volar afectando desdén. Los pájaros regresaron de inmediato.
Llevo todo el rato entre las cañas de la milpa, quietecito. Sí, canto. Eso ninguno de nosotros lo puede evitar, y menos en una mañana de sol, luego de que ha llovido tanto.
Chipes, cuclillos y mosqueritos recuperan el podio en las ramas, desordenadamente. Prefieren el caos al silencio. Tres zorzales se clavan de vuelo en la milpa, en busca de larvas para desayunar. Aquí cerca escucho su parloteo.
Conozco al tordo ese. Da sus vueltas ocasionalmente. Aparte de vanidoso, no es mal pájaro. Más bravucón que bravo, si le dan por su lado sabe platicar. No hay ave que conozca más historias, y si no siente amenazado su espacio vital (es decir, no te le aproximas demasiado), accede a monologar en tu presencia. Y dice cosas como ésta:
Resulta que un santo estaba prisionero en una celda diminuta. Temeroso de su dios, se arrodilló para rezar. Qué otra cosa puede hacer un santo. Extendió los brazos en cruz, pero era tan estrecho el espacio que uno tuvo que sacarlo por la escotilla del muro. Abrió sus palmas hacia arriba.
Una torda grávida se posó en la mano que el santo sacó por la escotilla, y anidó. Al rato llegó el tordo macho con paja y plumilla del pastizal. (Conchudos los tordos, Ƒeh?, comentó el tordo, y prosiguió su cuento).
Entonces, que siente en la mano el santo los huevos tibios, los pechitos, la cabezas limpias, los picos torpes, las garras como alfileres. Viéndose unido a la trama de la vida, se conmueve a fondo y no se mueve. Ahora deberá mantener mano y brazo como una rama, bajo el sol y la lluvia, durante semanas, hasta que los torduelos emplumen y estén en condiciones de volar.*
A los tordos no les gusta la crítica, así que no le dije que su historia sonaba linda, pero que qué abusiva la torda, pobre del santo. Además, imagino qué me hubiera contestado. Como buen demagogo, es predecible. Que gracias a esa familia de tordos, el prisionero pudo ejercitar su santidad. Detesto cuando tordos, grajos, sanates y demás se las dan de generosos, si son bien rateros.
Ahora oigo aproximarse a los perros. Ya vienen los campesinos para ahuyentarnos a nosotros los pájaros y a los roedores silvestres, y para arrancar yerbajos, tapar madrigueras y acariciar le inminente cosecha.
Mejor me busco una rama. Algo mencionaron los zorzales hace rato de un ranchito no lejos, donde los dueños vaciaron el chiquero y dejaron el lodo intacto, cubierto de mosquitos atrapados. Vivos, o sea frescos. Me lanzo a desayunar. Ahí hablamos más tarde.
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*El episodio del nido en la mano del santo se basa en ''St Kevin and the Blackbird'', leyenda irlandesa recogida por Seamus Heaney en The Spirit Level. Faber and Faber: Londres, 1996.
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