México D.F. Lunes 22 de septiembre de 2003
En El llano en llamas
Juan Rulfo escribió sólo una escena taurina en su vida
LUMBRERA CHICO
Nada en la pedregosa geografía de los pueblos fantasmagóricos y los llanos infértiles de los cuentos y la novela de Juan Rulfo insinúa que el gran escritor jalisciense tuviese el mínimo interés por las fiestas de toros. Tampoco hay indicios de ello en sus cartas a Clara Aparicio, la mujer de su vida, excepto en un vago comentario del 14 de junio de 1947, en donde confirma su absoluta indiferencia por la tauromaquia.
Al relatarle a su novia lejana el carácter de las visitas que por aquella época efectuaba en casa de su tío, David Pérez Rulfo, entonces jefe de la policía del Distrito Federal, asentó: "Por otra parte, cuantas veces he ido, allí estaba Cantinflas con él y sólo se les va en hablar de toros y de caballos y de motocicletas y de otras muchas cosas que yo no oigo porque me pongo a leer el periódico".
Sin embargo, en los pasajes finales del El llano en llamas, cuento que da título al famoso volumen que por estas fechas cumple 50 años de haber sido publicado, Rulfo evoca el espíritu sanguinario de un jefe cristero que cuando tomaba prisioneros en batalla los mataba como ganado bravo, embistiéndoles con un cuchillo en la mano:
"Tuvimos que hacer un corralito redondo como esos que se usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el verduguillo con que los quería acornear Pedro Zamora. Los ocho soldaditos sirvieron para una tarde. Los otros dos para otra. Y el que costó más trabajo fue aquel caporal flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el bulto sólo con ladearse un poquito.
"(...) Pedro Zamora les había prestado una cobija a cada uno, y esa fue la causa de que al menos el caporal se haya defendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y gruesa cobija, pues en cuanto supo a qué atenerse, se dedicó a zangolotear la cobija contra el verduguillo que se le dejaba ir derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro Zamora.
"Se veía a las claras lo cansado que ya estaba de andar correteando al caporal, sin poder darle sino unos cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó las cosas como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho como lo hacen los toros, le buscó al de Cuestecomate las costillas con el verduguillo, haciéndole a un lado la cobija con la otra mano. El caporal pareció no darse cuenta de lo que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduviera espantando las avispas. Sólo cuando vio su sangre dándole vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó y trató de taparse con sus dedos el agujero que se le había hecho en las costillas, por donde le salía en un solo chorro la cosa aquella colorada que lo hacía ponerse más descolorido. Luego se quedó en medio del corral mirándonos a todos. Y allí se estuvo hasta que lo colgamos, porque de otra manera hubiera tardado mucho en morirse..."
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