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México D.F. Lunes 29 de septiembre de 2003

Jose Maria Perez Gay/I

Edward W. Said (1935-2003)

"Ayúdame a dormir, Edward.'' Durante los últimos años de la vida de su madre -cuenta Edward Said-, ella le hablaba de las penurias del insomnio; padecía un cáncer linfático y se negaba a someterse a la quimioterapia.

-No quiero exponerme a esa tortura -le decía.

Su madre no cedió ante la insistencia de los médicos, nunca les permitió la quimioterapia, pero no podía dormir en las noches; nada surtía efecto: los sedantes, los somníferos, los consejos de parientes o amigos, la lectura o las oraciones.

A principios de 1992, los médicos del Long Island Jewish Hospital le diagnosticaron a Edward Said una leucemia al parecer incurable. A partir de entonces se sujetó durante cuatro años a sesiones de quimioterapia.

En esos días se dio cuenta de que su pasión por el insomnio no era sino una suerte de legado de su madre al revés: Edward no quería dormir, el sueño representaba la muerte, como cualquier otra reducción de la conciencia, de la racionalidad. Durante su último tratamiento en el hospital -que duró 12 semanas- lo que más le preocupaba era la somnolencia provocada, la certeza de convertirse en un niño, el estado de total indefensión. "Luché con rabia contra los somníferos de los médicos, como si mi propia identidad dependiera de mi resistencia a sus consejos."

El insomnio se convirtió para él en una bendición. Durante los últimos seis años luchó contra la somnolencia y el letargo como luchaba contra la muerte, nada le daba más fuerza y alegría que dejar atrás la noche, "no hay nada como el amanecer, cuando me rencuentro conmigo mismo y continúo con mi trabajo de la noche anterior".

Según una de las leyendas más antiguas, si fuéramos capaces de contarles historias a los enfermos podríamos curarlos o, quizá, quién sabe, rescatarlos de la muerte. El poder curativo de una narración es ejemplar: un hombre mudo es inconcebible, la palabra nos revela el mundo y termina por revelarnos el verdadero enigma: nosotros mismos. Esta creencia fue precisamente el punto de partida de Fuera de lugar (Grijalbo Mondadori, 2001), la autobiografía de Edward Said: un libro escrito contra la muerte. En esas páginas narra no sólo su historia a partir de la enfermedad, sino la del pueblo palestino, como si al contarlas quisiera rescatarse y rescatar a Palestina de su muerte.

Edward Said nació en 1935 en Talbiya, al oeste de Jerusalén, y era profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Sus padres, refugiados palestinos, de religión cristiana, se establecieron en Egipto y en Amán. Por ese entonces el pueblo palestino era un grupo de individuos despojados de su país. Una familia dispersa, llena de emigrantes que habían abandonado Jerusalén y, unos años más tarde, se convirtieron en comerciantes o empleados en Beirut, en El Cairo o en Estados Unidos. En Nueva York, Edward estudió literatura inglesa y francesa y, más tarde, en la Escuela de Graduados de Harvard, su disertación sobre Joseph Conrad (1965) fue un ensayo ejemplar de crítica literaria. Es imposible no admirar muchos rasgos de su visión de la literatura europea que después resurgirán en su obra Cultura e imperialismo (Anagrama, 1996).

Cuando, en 1967, Egipto perdió la guerra contra Israel, Said se dio cuenta de que era árabe, comenzó a estudiar su lengua y a reconocer su verdadera condición: vivir entre dos mundos sin pertenecer del todo a ninguno. Se dedicó a escribir una obra capital: Orientalismo (Debate, 2002), cuya publicación produjo el efecto de un cataclismo en el ámbito selecto, un tanto cerrado y autosuficiente -escribió Juan Goytisolo- de los orientalistas anglosajones y franceses. Said demolió uno a uno los mitos: la idea del Oriente que la academia europea, los conquistadores, administradores, viajeros, aventureros, artistas y novelistas británicos habían inventado en el curso de dos siglos. Fundándose en premisas vagas e inciertas, el orientalismo clasificó como esencias inmutables los rasgos distintivos de las culturas árabes, islámicas, hindúes y asiáticas; un conjunto de lugares comunes etnocentristas acumulados durante los siglos de lucha del cristianismo contra el Islam. Por el contrario, la simbiosis entre España y el Islam le parecía un generoso modelo alternativo al "reduccionismo" del choque de las civilizaciones de Samuel P. Huntington.

Su lucha por Palestina comenzó en esos años: "el auténtico desafío de Israel -que hasta ahora nos ha dejado atrás, porque es una potencia militar, económica y política- no es sólo que ocupa nuestras tierras y en parte decide nuestro futuro" -escribió-, "sino que nos obliga a retroceder y nos vuelve cada vez más incompetentes, antidemócratas y carentes de fuerza de voluntad". Entre 1977 y 1991 Edward Said perteneció al Consejo Nacional Palestino; se lanzó después en contra de la política asesina de Sharon: sus Crónicas palestinas (Grijalbo Mondadori, 2001) y sus Nuevas crónicas palestinas (Pre-textos, 2002) son un testimonio vivo de su destreza como cronista insuperable. Edward Said se enfrentó varias veces con Yasser Arafat y sus asesores, los acusó de corrupción y renunció a su cargo. Siempre se negó a hablar de los árabes en general, su crítica se dirigió siempre contra las elites gobernantes, el derroche y la irracionalidad de sus magnates. Su apuesta era la sociedad civil palestina -no sus grupos terroristas-, las personas que, a pesar de la ocupación israelí, consiguen que la sociedad siga viviendo: los maestros, los médicos, los abogados, las asociaciones de mujeres y de presos. En El mundo, el texto y la crítica, uno de sus últimos libros, deja traslucir la preocupación por el papel público de la memoria que embarga a la cultura contemporánea. Si, como quiere Said, la memoria -con su intrínseca exigencia de fidelidad, de devolver la verdad del pasado- es la matriz de la historia y de la crítica, la memoria de Palestina vive en la obra de Said como en la de ningún otro escritor. Acaso no le habría disgustado la divisa de Walter Benjamin, un intelectual judío, para resumir su vida y su obra: "Sólo por aquellos que no tienen esperanza nos está dada la esperanza".

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