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México D.F. Lunes 29 de septiembre de 2003

Hermann Bellinghausen

El terreno

El aire no es lugar seguro, eso seguro. Flote o vuele, ser o cosa que lo surque tiende a caer. El asunto parece que es magnético. Para colmo, algunas especies como la humana son sumamente torpes en el aire, pero sólo ahí comprueban que los sueños tienen fuerza, o ya ocurrieron y siguen despiertos.

La casa tenía por detrás un lote baldío. "El terreno", en la nomenclatura obligatoria de mi padre. Quizá porque no siempre encontraba la palabra para la cosa, al menos en castellano, le gustaba bautizarlo todo. Ninguna obviedad le turbaba el espíritu. Ponía apodos, en ocasiones varios a una sola persona. Para las cosas una palabra bastaba. Es inútil ponerles apodo, no reaccionan.

El terreno era un pedazo de campo atrapado en el corazón de la colonia. Un hoyo verde entre calles, casas, edificios y almacenes. Suerte de acahual urbano. Refugio de alimañas, incluso humanas, quedaba separado del exterior por una barda con boquete. De vegetación horrenda pero auténtica, en temporada de calor despedía un olor a mierda que se disipaba rápido. A pesar de la fábrica de jabones a dos cuadras, todavía existíamos en la región más transparente de Humboldt, de Reyes, de Fuentes, y desde la azotea de ésta-su-casa se veían lejanos, firmes y completos los dos volcanes, y ciertos días, hasta el copete de la Malinche.

En la cosmovisión paternal, el terreno poseía valor estratégico. Quién sabe cuál su dueño -alguno tendría- pero su existencia formaba parte de la nuestra. Lindaba con el frente más largo, un punto débil. La barda (alta y alambrada arriba, y todavía agrégale púas) no siempre contuvo las ratas y los ratas. Para las primeras estaban los perros. Para los segundos, la Colt 45, que al menos una vez usó mi padre. Vaya susto. Casi se ajusticia a unos pelados que una noche ya mero se roban su colección de timbres.

El terreno, por supuesto, lo teníamos prohibido. Pero la vida está llena de pretextos. El balón seguido se volaba al laberinto de matorrales, arbustos y hortigas. Tenía su mérito recuperar la bola. Desde la azotea, como sucede con todas las tentaciones, se dominaba su vista a plenitud. Pero como todas las tentaciones, estaba fuera de control.

Confieso que fui pirómano. Ah la dialéctica, Hegel y las arañas: mi padre se especializaba en prevención de incendios. De eso trabajaba en una fábrica en la Industrial Vallejo, el día entero. Con el tiempo, el corazón se le había hecho de bombero. Por mi parte, siempre le tuve ganas al terreno. Un estiaje, no aguanté las ganas y le prendí fuego. Tuve cómplices. Nunca se supo quienes.

La Venus de Milo y el ferrocarril humeante de Cerillos La Central: ni periódico hizo falta. La llamarada y el desmadre, la patrulla, el carro de bomberos que llegó tarde y mal. Mi padre abandonó el trabajo para supervisar lo que quedaba del siniestro. También llegó tarde, por un embotellamiento en la Glorieta de Camarones. Ya existían las horas pico.

Fue grandioso. Toda esa lumbre rodeándonos. Fue espantoso. Sucedió tan rápido que se me atravesó el aliento. Rojos y transparentes, la combustión se arrojó de brazos a lo alto y casi me lleva. Por un momento, todo se me perdió en la garganta de un dragón.

Los muros del terreno ennegrecieron para siempre. Los brotes colgantes de nuestra yedra se calcinaron. Casi se propaga por el jardín. Al perico, que pasaba el día en la enredadera, le entró un pánico que ya jamás se le salió. Una columna renegrida que no se llamaba aún esmog se dispersó sin eco en la región más transparente.

Me hice pendejo. Quizás exageré, porque sospecharon. El terreno fue una brasa. Luego quedó oscuro y muerto. El tiempo pasa, la vida vuelve. Como en los sueños, para las lluvias de mayo el terreno reverdeció como si nada. La vegetación volvió a ser fea, los balones se siguieron perdiendo, pero no provoqué otros incendios. Uno basta.

Con los ojos sucios, trata de ver el aire a su través. Presa de la confusión del siglo, hace un fuego y se hiere los ojos. Quiere sacarlos del humo, de la niebla que cierra un puño sobre los párpados de los niños que no se acuestan temprano y los llenan de visiones. Hace cuanto puede. Los ojos ganan. Se encienden.

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