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México D.F. Lunes 29 de septiembre de 2003
José Cueli
Toritos soñadores de La Guadalupana
El primer torito negro de La Guadalupana se desmayaba en una actitud de gasa que cae flotando, gasa de humo que ascendía desmelenándose en volutas. El novillero se esforzaba de derechazo en derechazo y el torito negro replicaba con amable donosura. El torito negro aprendió rápidamente a surcar las aguas que se esparcían sobre el redondel, sin que se le mojase el lomo, el bife, la arrachera ni el bistec, en engañoso arte taurino, y el novillero, sin enterarse, se prodigaba, derechazo en derechazo, resultando inútiles los esfuerzos del torito negro que parecía de tan sutil, un cisne, más que un toro.
Me llamaba la atención la paradójica rareza de sus ojos grana y el pelambre negro, terciopelo negro. Sonaba, amortiguaba en el coso, la lluvia chipi, chipi, que caía y recortaba el cuello del novillo, vestido de banderillas cual collares. La mirada del cornúpeta tenía kilómetros de profundidad, o si se quiere el espacio sin fin del coso. Y el novillero, sin enterarse, seguía y seguía dando derechazos, sin captar el alma del toro cisne e iniciar un romance, un sueño, que a gritos pedía el toro cisne.
Toro y torero no se encontraban y los separaban la infinitud de la vieja Plaza México. El toro cisne que representaba la entrada al reino de los sueños al novillero se acostó a dormir, en el sueño eterno, en medio de una sonrisa burlona. El novillero pedía la oportunidad en torno a la fortaleza inexpugnable de la belleza encastada del toro cisne. El crónico entró a su vez al país de los sueños, se hundió en almohadones y se dejaba acariciar por la tibieza del arrullo de una voz femenil que venía del fondo de los tiempos.
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