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México D.F. Lunes 29 de septiembre de 2003
TOROS
Mansos y deslucidos novillos de La Guadalupana en
el quinto festejo de la México
Triunfa el subalterno Pepe Luna con un oportuno
quite a cuerpo limpio
Oscar Rodríguez, entregado Aldo Orozco, entre
altibajos El Duende, perdido
LEONARDO PAEZ
Paradojas ilimitadas de la vida. En la novillada de ayer
en la Plaza México, quinta del antojadizo miniserial del minopromotor,
el peón Patricio Ochoa El Pato, luego de caer frente al burladero
de matadores, se salvó de recibir una cornada del quinto novillo
de la tarde.
Ello gracias a que el subalterno Pepe Luna, tras
haber intentado distraer con su capote al burel, decidió deshacerse
de éste y realizar el quite a cuerpo limpio, en una escena "de las
de antes", hasta alejar a Tito (469 kilos) de su presa.
Lo paradójico no es que un torero de plata -como
también se le llama a los peones de brega-, con profesionalismo,
oportunidad y valor, haya cumplido con su deber, sino que Luna le hiciera
el quite al Pato, quien el año pasado pretendió formar,
sin éxito, otra agrupación de subalternos ante el abyecto
quietismo -¡uy!- frente a Herrerías del hoy autoexiliado Felipe
González como secretario de la Unión Mexicana de Picadores
y Banderilleros.
Tan torera intervención, más dos precisos
pares de banderillas a ese mismo novillo, hicieron que el escaso público
sacara al tercio a José Luna Cruz, Pepe Luna, con 30 años
literalmente en la brega, para brindarle la ovación más cerrada
de la tarde.
La Guadalupana no se apareció
Tardes
de grata memoria ha dado el hierro de La Guadalupana, propiedad del escrupuloso
ganadero Juan Flores Chávez, no con novillos de entra y sal, sino
con reses encastadas, bravas, que a su transmisión añaden
calidad repetidora en la embestida.
Sin embargo, la tarde de ayer esas cualidades no aparecieron
-¿por intercesión celosa de San Juan Diego?- y en cambio
prevaleció la mansedumbre frente al caballo, las embestidas con
la cabeza a media altura y la sosería, lo que aunado a la medida
actitud de los alternantes provocó que no pocos asistentes bostezaran
o de plano se durmieran, como lo hicieron en el peto o empujaron sin humillar
los de La Guadalupana.
El segundo espada del cartel fue el tapatío Oscar
Rodríguez, quien desde su exitosa temporada el año pasado
en la placita Antonio Velázquez, de Arroyo, provocó escozor
en los críticos exquisitos por lo fornido de sus extremidades inferiores.
Enfrentó primero a Pablín, débil
de manos, que apenas tomó una vara luego de que Rodríguez
lo recibiera con una larga cambiada para, en seguida, lancear y rematar
con revolera y brionesa. Cubrió con aseo el segundo tercio, sobresaliendo
el tercer par, al quiebro, pero con la modalidad de correr hacia atrás
para encelar al novillo antes de consumar la suerte. Ante otro claro y
soso consiguió derechazos con temple, sin que a la postre remontara
la faena, dejando, eso sí, una estocada en todo lo alto.
Con el bien armado que cerró plaza, Oscar se salvó
de ser herido al intentar una larga en tablas. Sin verse la ropa, repitió
la suerte limpiamente. Luego dejó un magnífico segundo par
cuarteando en la cara, con verdad y emoción, y tuvo el acierto de
brindar al banderillero Pepe Luna. Vino entonces una faena derechista
en toriles, embraguetada y sentida, con muletazos largos. Dejó un
pinchazo arriba y luego media en buen sitio para escuchar la segunda ovación
fuerte de la tarde.
Los otros
Repitió el también tapatío Aldo Orozco,
que en la novillada inaugural dejara constancia de su toreo de calidad
y de un valor sereno. A su primero le recetó cuatro preciosas verónicas
y una media que hicieron abrigar esperanzas de un triunfo tan urgente como
merecido. Pero con la muleta Aldo, por llevar una faena prefabricada, tardó
en calentarse y en tomar la distancia. Hubo algunos derechazos tersos y
prolongados y de nueva cuenta el posturismo fallido. Mal estuvo con la
espada e incluso escuchó gritos de ¡toro! Con el cuarto, Orozco
fue trompicado, tuvo variedad con el capote y consiguió de repente
un natural que iluminó la nublada tarde. Nada más.
En mala hora alguien le puso al regiomontano Raúl
Rocha el sobrenombre de El Duende, sinónimo de encanto interior.
En la tarde de su debut en la plazota, el joven no pudo estar más
desangelado y precavido, como si las 30 novilladas que lleva este año
lo hubieran hecho perder piso, hasta creerse lo que difícilmente
podrá ser: un torero no digamos con duende, sino medianamente interesante.
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