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México D.F. Lunes 13 de octubre de 2003

Hermann Bellinghausen

Piedra de afilar

Una especie de lingote, o ladrillo delgado y pesado, de un gris oscuro que al contacto con el agua ennegrecía por completo. El tenía otras, pero esa era la piedra de afilar que utilizaba.

El sótano-garage, siempre a media luz y sin más ventana que la escotilla del ventilador, se abigarraba de repisas, herramientas y objetos tan varios como colgantes. Contra el muro mayor se empotraba la mesa de carpintería, dotada de prensa de torniquete y una familia de cepillos para madera, apilados en el extremo derecho. En anaqueles al alcance, los botes de lubricante tapados con estopa, qué él abría en ocasiones.

En vez de cuadros, pero con similar misión ornamental, tapones de llanta de sus carros pretéritos: el Dodge 51 y el Plymouth del año del caldo. El DeSoto. Placas de Texas, México y Ohio, fechadas en los treinta y cuarenta. Latas de 20 litros para gasolina. Un par de guantes de asbesto y otro de cuero. Un haz de postes de agrimensor pintados a franjas rojas y blancas, opacos de polvo y telarañas.

Como piel de una bestia desollada, de una portentosa alcayata colgaba el overol metalizado y hermético del cual perdió la escafandra hacía años. En constelación sobre los muros del taller, herraduras, escuadras, unos engranes completamente inútiles, un bumerang con un canguro pintado en cada extremo. Una palanca para abrir la cisterna. Un extinguidor vacío. Una tapa de coladera. Un casco militar. Un casco minero. Unos anteojos de soldador.

La piedra de afilar ocupaba algo así como el centro de aquel caótico reino mineral donde cada cosa tenía su sitio, por increíble que pareciera a los extraños. Una de las frases favoritas que tenía para todo era: "deja eso en su lugar". A veces dentro de su camisa de cartón raído, mas por lo general desnuda y brillante, ya con mordeduras y melladuras en los bordes pero todavía íntegra, la piedra permanecía en su lugar: la mesilla de un esmeril que nunca funcionó; sólo de ella dependía que nada perdiera el filo.

En esa región de la pared sobre la mesilla pendían de sus perchas especiales los serruchos y las seguetas de diversos tamaños, algunas con los látigos rotos. El hacha de leñador era ya sólo un símbolo de labores idas, los mismo que el sable sin estuche y el florete oxidado que algún ancestro portó en el cinto de algún uniforme hace mucho devorado por la polilla y los incendios. Limas, cuñas y esmeriles de empleo esporádico se apilaban en un cajón tan colgante como todo en el taller del entrepiso.

La piedra de afilar era el ombligo de todo. Un imán, un "santo grial", una fuente de sólida luz. Un principio de orden. El uso le había hecho cóncava una cara, que ondulaba con idéntica firmeza de un extremo a otro como un Chillida en su etapa más zen, una onda lisa y petrificada.

Un gancho sostenía variedad de lijas engrapadas. Las rojas y gruesas para madera. Las grises y abrasivamente finas para metal y vidrio, que siempre se me figuraron primas lejanas de la piedra de afilar.

La práctica de carpintero había entrado en desuso. Él ya sólo trabajaba estructuras elementales, de corta aquí y clava allá, o reparaciones sencillas de los muebles ya existentes. Los fierros de la electricidad y la mecánica habían sustituido al recurso de la madera. Aún se retacaba el aserrín en los rincones. Una pila de cajas de puro rebosaba clavos, estacas y tornillos de todos los tamaños, herrumbrosos o nuevos; rondanas y tuercas; taquetes de hierro y de palo. Monedas de un centavo. Llaves sin cerradura, cual si escritas en una lengua muerta.

La acción corría ahora a cargo de otro tipo de herramientas. Pinzas de perico, de chofer y de punta. Llaves Stylson. Una simpática multitud de desarmadores, largos y cortos, en cruz o no; los de relojero, en su propio estuche transparente. Gatos y ganzúas.

El cable esmaltado para embobinar, y el de hule para conexiones y "diablitos". También rollos de alambre del otro, ese gris para cercar o ceñir. Y un kit de pinzas-gancho para cortarlos a todos. Además de los carretes a medio uso de cinta adhesiva negra y pegajosa, lugar aparte se reservaba a los estratégicos bulbos y fusibles.

La piedra de afilar cuando la conocí ya se encontraba en relativo abandono. Habían cambiado los usos. Los advenedizos taladros y berbiquíes no necesitaban de sus servicios, y los cuchillos de cocina, cortauñas y tijeras se los daba Arcángela al afilador que recorría las calle silbando una flauta de Pan de cuatro tonos. Un rin de bicicleta era motor de la banda de hule de su instrumento. Era un hombre que echaba chispas al trabajar. "Cuidado con las rebabas", decía para coquetearle a Arcángela.

La piedra entraba en el olvido (Ƒqué Grial no?), abrazada a la grasa y el polvo. De vez en cuando, un chorrito de agua la devolvía al oficio y afilando limpiaba la pátina del ocio. ƑLimpiarán así las obras de Chillida en los museos? ƑO las sacuden con plumero?

Se conservaba lozana, con la gracia de una piedra viva, aunque casi nunca ya la emplearan. Con que alguien necesitara de vez en cuando sacarle filo a la navaja o a las uñas de los dedos...

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