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México D.F. Lunes 13 de octubre de 2003
Carlos Bonfil
Primer Festival Internacional de Cine de Morelia
La iniciativa fue oportuna desde el primer momento. Un festival internacional de cine en una ciudad del interior de la república, capaz de reunir la producción reciente de jóvenes realizadores mexicanos, en corto, medio y largometraje, en ficción y documental, todo en el contexto de un modesto escaparate internacional de cine -algunas películas, selección de la Semana de la Crítica en Cannes; otras, cintas de riguroso estreno en México. El primer Festival de Cine Internacional en Morelia, iniciativa conjunta de Daniela Michel y la Organización Ramírez, dueños del complejo Cinépolis, busca ser un espacio de competición alternativa en un medio fílmico que ha visto desaparecer en los últimos años propuestas similares en Cancún y Mazatlán, y en la capital del país, donde lamentablemente se suspendió el estupendo Festival Internacional de Cine de la Ciudad de México, que animó la propia Daniela Michel en colaboración con Enrique Ortiga. El Festival de Morelia es naturalmente opción y complemento de la Muestra de Cine Mexicano de Guadalajara. Habrá que esperar que esta opción sea fructífera y duradera, y pueda generar entusiasmos suficientes para multiplicar apuestas similares en el resto del país.
Hubo en el festival dos ejes centrales: la Jornada de Cortometraje Mexicano, en su séptima versión, y la primera Jornada de Documental Mexicano, ambas competitivas, con unos cincuenta trabajos y una docena de realizaciones, respectivamente. Cortos muy esperados, como Rebeca a estas alturas, de Luciana Jauffred; Cuando la justicia se hace pueblo, de Carlos Pérez Rojas; Un poquito de..., trabajo de animación de Dominique Jonard; Vivir, de Julián Hernández, o Que suene la calle, de Itzel Martínez del Cañizo, alternaron con documentales favoritos: Onces, de Alejandro Gerber; The Sixth Section, de Alex Rivera; Los rollos perdidos de Pancho Villa, de Gregorio Rocha, o XV en Xaachila, divertida evocación de una quinceañera en Oaxaca, su fiesta memorable y los 800 invitados que convoca.
La programación internacional incluyó, como novedad, la cinta danesa Dogville, de Lars von Trier (Rompiendo las olas, Bailando en la oscuridad), fascinante exploración escénica de tres horas de duración, presentada lamentablemente en copia en DVD y sin subtítulos. Este contratiempo puso de relieve, sin embargo, la disciplina y entusiasmo de cinéfilos, en su mayoría morelianos, que sin desanimarse mantuvieron llena la sala hasta el final de una proyección muy aplaudida. Otra decepción fue la ausencia de una película programada y muy esperada: Río místico, de Clint Eastwood. Destacaron, sin embargo, estrenos notables: El albergue español, de Cédric Klapisch; El amor cuesta caro, de Joel Coen; Respiro, de Emanuele Crialese, y Thirteen, de Catherine Hardwicke, y directamente de Cannes, Milwaukee, Minnesota, de Allan Mindel; 20h17, rue Darling, de Bernard Emond, y Desde que Otar se marchó, de Julie Bertuccelli, entre otras cintas. Para un primer año de labores, el equilibrio de propuestas fue bueno y las fallas de organización, realmente menores, no empañaron el resultado.
Hubo algo más, y de primer orden: el encuentro, diálogo abierto, del público con el cineasta alemán Werner Herzog y con el francés Barbet Schroeder. El primero presentaba Aguirre, la ira de Dios y el documental reciente Mi enemigo más querido, sobre su conflictiva relación profesional y afectiva con el actor Klaus Kinski. Por su parte, Schroeder respondía a preguntas sobre su película en el festival, La virgen de los sicarios, basada en la novela del colombiano Fernando Vallejo, también presente en Morelia. Entre las múltiples confidencias de los realizadores, sobre sus métodos de trabajo y su incursión en el género del documental (Schroeder, Idi Amin Dada; Herzog, Bokassa primero), destacaron sus comentarios sobre el recurso a los efectos especiales y la utilización creciente del video digital en remplazo de los formatos tradicionales. Herzog confesó un apego al poder hipnótico de la proyección de 24 imágenes por segundo ("soy un hombre de celuloide"), y una desconfianza ante el material digital que se puede grabar y borrar a medida que se va filmando, y que crea en el cineasta una "falsa seguridad". Con el empleo indiscriminado de las nuevas tecnologías se pierde calidad, argumentó a su vez Schroeder. "Y dignidad", añadió de inmediato el autor de Fitzcarraldo. El público participó con buenas preguntas, sin felicitaciones excesivas, sin ponencias improvisadas, ni las promociones turísticas de rigor: un verdadero público de cinéfilos. Esos espectadores dieron también muy buena acogida a La desazón suprema, el documental que el colombiano Luis Ospina realizó sobre su compatriota Fernando Vallejo, el escritor iconoclasta, misántropo rabioso y tierno defensor de los animales. Un retrato singular que bien valdría la pena rescatar para su exhibición capitalina.
Un festival prometedor y generoso; un nuevo lugar de encuentro para la cinefilia nacional.
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