México D.F. Lunes 20 de octubre de 2003
La Royal Philharmonic Orchestra en el FIC; hoy se presenta en el Auditorio Nacional
Orquesta y público se fundieron en uno solo
ANGEL VARGAS ENVIADO
Guanajuato, Gto., 19 de octubre. Después de dos horas de concierto y tres encores, el público se negaba a salir del centenario teatro Juárez. Aplausos, ovaciones, vitoreantes silbidos. Insaciable, quería más.
La Royal Philharmonic Orchestra, dirigida por el mexicano Enrique Bátiz, ofreció anoche uno de los más sublimes conciertos sinfónicos de los que se tiene memoria en cuando menos las últimas cinco versiones del Festival Internacional Cervantino.
Fue un acto de comunión entre músicos y director, entre orquesta y público; un certero golpe de adrenalina y emotividad en pleno miocardio. El teatro transpiró belleza y pasión. Su epidermis de concreto se erizó no en pocos momentos, extasiada, ante ese fulgurante hechizo sonoro.
''Desde que comenzamos a tocar, sabía que estábamos comenzando un momento mágico'', confió al término del concierto un emocionado Enrique Batiz. "Fue un milagro".
Parecía que había sido ya mucho, todo, con la deliciosa interpretación que la inglesa Nicola Loud hizo del Concierto en mi menor para violín y orquesta, de Felix Mendelsshon. Poderosa y sutil, precisa, emotiva y estrujante.
Pero no, la agrupación y el director todavía tenían más para dar, ya plenamente entregados el uno al otro, integrados, fundidos en un solo ente. Una pareja de amantes en pleno diálogo sexual, intenso, mágico.
Y todo merced a las Variaciones enigma, de Elgar, partitura de marejadas impetuosas, que discurre en momentos en que el silencio apenas logra desgarrarse y de súbito estalla en erupciones delirantes, sin dar oportunidad de recuperarse de un estado anímico para pasar inmediatamente a otro.
Batiz, "el músico de rancho", como se define, había superado ya los momentos iniciales de tensión del concierto, donde se le veía ensimismado, concentrado. Con la obra de Elgar, daba la impresión de flotar, de estar ausente de sí. Lo mismo sucedía en cada uno los músicos europeos y todos como conjunto. Sobre el escenario, una idílica amalgama de precisión técnica y entrega pasional, desmedida.
Fue un estado de gracia el que se vivió en esos momentos al interior del teatro Juárez. Nadie era ajeno a la pasión que permeaba en la atmósfera, seductora, cachonda. Los espectadores al filo de la butaca y la orquesta ratificándose como una de las mejores del mundo.
Los gritos de bravo explotaron con el último compás. Los aplausos y las ovaciones casi lastimaron el oído. Enrique Batiz, sudoroso, volteó hacia el público, esbozó una apenas perceptible sonrisa y agradeció con una pequeña reverencia. Varios de los atrilistas no escondieron su satisfacción y también sonrieron.
No hubo que insistir mucho: Estrellita, de Manuel M. Ponce, primer encore; luego otro más y otro más. Nadie quería salir de la sala: ni director ni músicos ni público. Finalmente tuvieron que hacerlo, pero siendo diferentes a como entraron: habían sido tocados por algo prodigioso, la música y la alegría.
(La Royal Philharmonic Orchestra se presenta hoy en el Auditorio Nacional; el martes y el miércoles en el Palacio de Bellas Artes (las tres funciones a las 20:30 horas), y el jueves en la catedral de Toluca.
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