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México D.F. Martes 28 de octubre de 2003
IRAK Y AFGANISTAN, EN PIE DE LUCHA
Contra
todos los pronósticos y la propaganda de los gobiernos estadunidense
e inglés, los iraquíes distan mucho de haberse rendido ante
sus agresores. Al amanecer del domingo pasado, en Bagdad, la resistencia
de Irak lanzó un audaz ataque con cohetes sobre el hotel en el que
se hospedaba el subsecretario de Defensa de Washington, Paul Wolfowitz;
por la noche tres integrantes de las fuerzas de ocupación fueron
muertos en distintos ataques, y ayer por la mañana, al inicio del
Ramadán, los grupos en resistencia perpetraron cinco atentados dinamiteros
en la capital iraquí, uno de ellos contra la sede de la Cruz Roja
y los restantes contra comisarías de las fuerzas policiales controladas
por los invasores, con saldo total de más de 200 heridos y unas
cuatro decenas de muertos.
Sería equívoco condenar estas acciones,
con todo y sus saldos terribles y deplorables, sin tener en cuenta que
los agresores del pueblo iraquí han venido causando en la infortunada
nación árabe una devastación humana y material mucho
más grave y mucho menos justificable. Sería profundamente
injusto adoptar la versión estadunidense que clasifica estas muertes
como asesinatos, en tanto que a las causadas por sus propias tropas las
denomina bajas colaterales.
Desde otra perspectiva, resulta alarmante constatar que
la invasión estadunidense ha generado entre los iraquíes
rencor no só- lo contra sus agresores, sino también contra
organizaciones emblemáticas de la comunidad internacional, como
la Organización de Naciones Unidas y la Cruz Roja; así lo
demuestran el atentado del 18 de agosto contra las oficinas de la primera
y el ataque de ayer contra la sede de la segunda, ambos en Bagdad. Tales
agresiones resultan sin duda injustificables, pero no incomprensibles:
expresan el sentir de los iraquíes ante el conjunto de la institucionalidad
internacional que asistió, sin mover un dedo, al arrasamiento de
su país por la mayor potencia militar del planeta.
Por otra parte, las acciones de la resistencia iraquí
de los últimos días demuestran en forma inequívoca
que, contra lo que afirmó George W. Bush el pasado primero de mayo,
la guerra no terminó con el colapso del régimen de Saddam
Hussein y que está lejos de acabar.
El conflicto, por el contrario, se intensifica día
con día y se vuelve cada vez más insostenible -en lo político,
en lo económico y en lo propagandístico- para la Casa Blanca.
Es claramente proyectiva, en ese contexto, la declaración de Bush
de que la intensificación de los ataques correspondía a un
creciente nerviosismo de los iraquíes por la supuesta normalización
de su país bajo la bota militar de los invasores. Por el contrario,
si alguien tiene motivos para estar nervioso es el propio Bush, a quien
esta guerra criminal y fallida puede costarle la relección.
Para mayor angustia de los agresores, en el también
invadido y arrasado Afganistán se consolida igualmente una lucha
de resistencia contra las tropas extranjeras y persisten las confrontaciones
con los grupos talibanes y lo que Washington denomina "remanentes" de Al
Qaeda. Si Bush pretendió convertir la destrucción de ambos
países islámicos en el fundamento de su programa de gobierno,
ahora se encuentra con que en ellos está cavando su tumba política.
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