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México D.F. Lunes 8 de diciembre de 2003

Blanche Petrich

De Culiacán a Bagdad

Entre Culiacán y Bagdad hay miles de kilómetros de distancia. Hay que cruzar medio país, luego el Atlántico, después Europa para llegar a Medio Oriente y después sortear el desierto de Siria, entre Ammán y la capital iraquí. Hay que cruzar fronteras físicas y culturales y también viajar por el filo del tiempo y el dolor. José Núñez, que empaca su raíz sinaloense junto con los lentes de sus cámaras en la mochila, salvó todas estas distancias reales y virtuales para documentar el estado de ánimo de un pueblo que, al empezar la temporada de las tormentas en el desierto -febrero de 2003, luna naciente-, inició la cuenta regresiva de lo que se anunciaba como lo que fue: el peor golpe bélico de la historia.

Estados Unidos y Gran Bretaña, con un poderío militar nunca conocido, se alistaban para decir al mundo: así son castigados los desobedientes del imperio. La prensa mundial registraba puntualmente la escalada de esta amenaza que estaba a punto de llegar al clímax. En el país de Saddam Hussein, la televisión oficial y el Iraqui Daily, único diario en inglés, imponían un extraño filtro a las noticias.

Los aprestos para el ataque final llegaban amortiguados, distorsionados hasta la mesa del desayuno del hotel Hamurabi Palace, en el barrio bagdadí de Alwiya, donde un grupo de pacifistas mexicanos organizaba su agenda del día, intentando descifrar las señales del momento, del peligro creciente, de ese mundo apenas entrevisto y que ya estaba condenado a desaparecer.

En el laberinto de callejuelas del milenario barrio de Al Rashid, la niña Sanaib, de no más de 10 años, gastaba su infancia cobrando unos cuantos dinares por hacer pequeños servicios a los mercaderes del zoco Suf Suffir. Ahí topó con ella el fotógrafo mexicano. Con una mirada limpia, Sanaib le hizo una graciosa caravana, lo tomó de la mano y le abrió a José las puertas de su pueblo.

Fue el inicio del recorrido. De ahí a las mezquitas y los alminares, las aulas y los pasillos de la universidad capitalina, las huellas del autoritario Saddam Hussein en cada esquina, la experiencia socialista del partido Baaz, las expresiones de una sociedad musulmana liberal y moderna, y los rastros de una cultura tan antigua como la civilización misma, las fuertes manifestaciones de una sociedad orgullosa de su identidad.

José se impuso como asignatura retratar a la gente de Irak, su resistencia y su zozobra, su dignidad y su forma de aferrarse a la vida cotidiana con el miedo a la muerte esperando a la vuelta de la esquina. Todo en un lapso de tres semanas, apenas un parpadeo.

Venía la guerra, otra vez como 10 años antes, sólo que esta vez todo sería peor, definitivo. Y lo sabían las maestras frente al salón de clases, los imanes al hacer la oración de cada día, los pediatras en las salas de niños desahuciados por la leucemia que había sembrado el uranio empobrecido de la industria armamentista estadunidense, los fieles que se inclinan cinco veces en dirección a la Meca mientras el sol hace su recorrido por el firmamento. Lo sabían las madres que envolvían a sus retoños entre los pliegues de sus negras abayas y los mercaderes que le vendían a José cucuruchos de frutos secos en la avenida Abu Awas.

Como telón de fondo se repetían en obsesión enfermiza las imágenes de Hussein. Y a cada paso, los pequeños descubrimientos: el sabor del cardamomo y el dátil, el olor de anís y pichón asado en la ciudad, los vientos de arena sobre ruinas de ciudades que dejaron testimonio de su paso por la tierra hace tanto tiempo que da vértigo contar los siglos, los milenios; el sincretismo entre oriente y occidente en las carteleras de los cines del bulevar Saddoum; el espíritu de nuestros tianguis prehispánicos en los recovecos de los bazares, el canto del muecín a la caída del sol, los corderos de engorda atados a los postes frente a las casas, esperando inocentemente el sacrificio. Y en medio de estos escenarios, el sentido más refinado de la solidaridad humana en el esfuerzo de los escudos humanos que cada tarde se manifestaban gritando: ''no a la guerra''.

En el barrio obrero de las Mil Casas los más pobres abren sus puertas. Una abuela y su gran prole de nietas, hijas, nueras y hermanas hablan de su miedo.

En una finca rural a orillas del Eufrates, el padre, los hermanos, los cuñados, el abuelo y los nietos hablan de la resistencia con una jubilosa exhibición de ametralladoras.

En la colonia de las embajadas, los diplomáticos han abandonado el país y hace tiempo han arriado las banderas de sus misiones, dejando a los iraquíes solos ante la suerte que ya está echada en el Consejo de Seguridad, allá lejos, en Nueva York. De Latinoamérica todos se han ido, excepto Cuba, que mantiene a un puñado de hombres dispuestos a esperar con la frente en alto hasta que llegue el invasor.

En el hotel Palestina los periodistas viven las horas con la adrenalina a tope, bebiendo las noches, esperando el fuego que habrá de llegar puntual, cobrando varias vidas entre ellos.

Cuando los tanques de los invasores entraron rodando por los doce puentes sobre el río Tigris, José Núñez ya no estaba en Irak. Pero siempre vivirá preguntándose: Ƒqué habrá pasado con la pequeña Sanaib, su amiga del barrio Al Rashid?

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Texto alusivo al fotorreportaje Irak, los rostros de la preguerra, con el que José Núñez se hizo merecedor del Premio Nacional de Periodismo Fernando Benítez

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