México D.F. Lunes 8 de diciembre de 2003
José Cueli
Sabor añejo de José Ortega Cano
En la noche cerrada apareció la luna llena e iluminó la plaza, que se llenó de torería y sabor añejo de José Ortega Cano, de áureo polvo matizado, que se fue de los toros. Tenía a mirada vidriosa por la emoción, y en el ruedo dejaba constancia de lo que es el reposo al torear y un aroma de torero antiguo.
A las notas de Las Golondrinas toreó el último astado de su vida, y de la muleta surgía la copla de su cantaora, honda y de raíz amarga, y la Cartagena natal se desbordaba hasta Murcia. El cante que llevaba por dentro hablaba de la angustia de sus entrañas, y los gestos del torero vibraban concentrados. Porque en ese augusto reposo nada era bastante para turbalo.
El borde de la tela erigía la esfinge indestructible del misterio. El cuerpo cocido a cornadas y el alma de penares y triunfos le daba ese sublime reposo y quietud, frente al caramelito de don Fernando de la Mora, al que meció con arrullos maternales y vuelo de seguidillas en el paño lento y solemne. Ritual que improvisaba sobre el redondel y dejaba afarolados, trincherillas y redondos para el recuerdo.
El toreo de Ortega Cano, apenas desembarcado el sábado pasado de un Iberia, venía todavía bañado de los arroces y verduras cartageneras que aún saboreaba. El toreo del cartagenero no era para multitudes. Era para unos cuantos. Sonaban Las Golondrinas, y una melancolía de armonías hechas de lamentos, expresada en asolerado torear, nos invadió los cabales.
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