.. |
México D.F. Martes 9 de diciembre de 2003
Apareció al final del concierto del Buena
Vista en el Auditorio Nacional
Rubén González se despidió de
México en 2002 en medio de un son montuno que sobaba el alma
PABLO ESPINOSA
La ceremonia del adiós se realizó en México
el 22 de mayo de 2002. Al final del concierto, las estrellas de Buena Vista
Social Club y 10 mil almas desde el butaquerío levantamos la mano
y la agitamos suavemente en señal de despedida, en medio de un estruendo
de trompetas, congas morenas, un montuno sobando el alma en acompasado,
sensualérrimo diapasón, una música de intensidad erótica
en maridaje con la carga tanática que esa noche se anunció.
Ying y yang.
En
el proscenio, don Rubén González, quien no había participado
en el concierto debido a evidentes motivos de salud y edad, apareció
para levantar la vista y agitarla suavemente en señal de adiós,
bajo un estruendo de salvas gloriosas, ángeles con maracas, un concierto
barroco que ni el mismísimo Alejo Carpentier hubiese imaginado.
En las pantallas de nuestra mente transcurría retrospectiva la imagen
sonriente de Rubén González en ese mismo escenario y en otros
foros mexicanos realizando su broma favorita: un arpegio largo, una sucesión
de notas recorriendo el teclado entero hasta terminar tocando en el aire
notas imaginarias que, sin embargo, sonaban en la realidad, en un acto
de magia que solamente en un concierto de Rubén González
puede hallarse.
Esa broma mozartiana de Rubén González se
nos quedará toda la vida, lo que dure una sonrisa musical flotando.
Esa misma noche, en su camerino, don Rubén González
escuchó a lo lejos el estruendo de la música clásica
de Cuba que retumbó en el escenario del Auditorio Nacional hacia
el bajo vientre y el alto corazón de 10 mil mortales que asistimos,
también, a la fiesta del relevo generacional, pues esa mismísima
noche tomó el cetro, es decir el teclado de Rubén en Buena
Vista Social Club, el joven maestro Roberto Fonseca en una demostración
prodigiosa de la continuidad de la vida. Alfa y omega.
Tras bambalinas había un pequeño piano eléctrico,
sobre el cual don Rubén inclinó su delgada línea humana
en un acto amoroso de intención poética. Ese gesto tuvo otro
verso: en la soledad de su camerino y en el momento del clímax erótico
de la orquesta, don Rubén González dibujó en el aire
un par de acordes con los dedos sobre un teclado que flotaba imaginario.
Un eco insospechado de la escena del último suspiro, en 1911 en
Viena, de Gustav Mahler, quien en su última jornada cerró
los ojos, pronunció el nombre de su esposa y de su alter ego:
"Amlisch mía, Mozart querido", y expiró.
Don Alejo Carpentier hubiera imaginado hoy, 8 de diciembre
de 2003, que don Rubén González asciende en medio de un halo
sonoro tejido por la orquesta que forman las niñas del colegio que
dirige Antonio Vivaldi, el Cura Rojo, mientras Domenico Scarlatti tiende
hamacas en el clavecín y una bola de ángeles gorditos y morenos
bailan y hacen el amor.
En el momento de la despedida, don Rubén González
dirige una sonrisa desde su teclado, realizando su acto de magia con su
arpegio aéreo, hacia Mary Fahrquarson y Eduardo Llerenas, los artífices
de Discos CoraSon, a quienes debemos muchas felicidades en la vida, porque
han traído a México los mejores músicos del mundo,
entre ellos el revival de don Rubén González, quien
ya había vivido otras vidas gloriosas mexicanas.
Que baile mucho y que goce don Rubén con su nueva
orquesta de angelitos morenazos, cogelones y amorosos con la lira y el
bongó.
|