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México D.F. Domingo 28 de diciembre de 2003
El jardín de las delicias de Juan García
Ponce
El texto de Elena Poniatowska que a continuación
presentamos fue escrito con motivo de que en 2001 García Ponce fue
galardonado con el premio Juan Rulfo, que otorga la Feria Internacional
del Libro de Guadalajara.
Elena Poniatowska
Desde joven, a Juan García Ponce -nacido en Mérida,
en 1932- le gustó escandalizar, pero el mayor escándalo de
su vida ha sido su forma de sobrellevar una esclerosis múltiple
que se remonta a 1967. Se trata de una enfermedad progresiva, una desmielinización
de todos los nervios. Por cierto, en 1968, al llevar en su silla de ruedas
al periódico Excélsior una protesta en favor del Movimiento
Estudiantil, a Juan lo confundieron con el líder Marcelino Perelló
y lo condujeron a la cárcel. Hoy conserva su capacidad de indignación,
y consternado por el atentado terrorista del World Trade Center en Nueva
York, ha decidido escribir en La Jornada en contra de la guerra
desatada por Estados Unidos en Afganistán.
Hace más de tres décadas, en 1967, el neurólogo
Mario Fuentes le dijo en su cara que tenía seis meses de vida, un
año, cuando mucho. "Lo que hice entonces -cuenta Juan- fue dar una
vuelta en mi coche y meditar. Me estacioné en una calle y pensé:
'¿Qué hago? ¿Me suicido?...' Como tú sabes,
mi defecto es la curiosidad e inmediatamente reaccioné: 'Me suicido,
¿y qué tal si pasa algo maravilloso en este año?'
Decidí quedarme y arranqué mi coche diciéndome: 'Vamos
a ver qué pasa en lo que resta del año'".
Lo
que pasó fue que muchos libros vinieron a añadirse a Figura
de paja, La noche y La cabaña. La fortaleza es
un impulso natural en el alma de Juan. Nunca quiso ser una víctima
de sí mismo, rechazó sentirse acorralado. En 1970 aparecieron
tres libros: El nombre olvidado, La vida perdurable y El
libro, a los que siguieron La invitación, El gato,
Unión y Crónica de la intervención.
Hace nueve años el Fondo de Cultura Económica publicó
Pasado presente, novela de 347 páginas dictada a María
Luisa Herrera, su asistente. Empieza con el temblor de 1957 y es un canto
de amor a la ciudad, que ya no es la que Juan conoció de niño.
Juan rescata a la ciudad, la acuna sobre su pecho, la mece entre sus brazos,
la cubre de besos, abraza sus árboles, sus plazas, el Parque Hundido,
el café Chufas, los helados de pistache de Chiandoni, los de La
Siberia, en Coyoacán, y revive con feroz alegría la época
de Difusión Cultural de la UNAM, que dirigía Jaime García
Terrés a mediados de los años cincuenta, y de Poesía
en voz alta, en torno a Octavio Paz. Todos los personajes son reconocibles:
allí están Juan Soriano, José Emilio y Cristina Pacheco,
Jorge Ibargüengoitia, Juan Vicente Melo, Juan José Gurrola,
José de la Colina, Salvador Elizondo, Rosario Castellanos, Héctor
Mendoza, Tomás Segovia, Carlos Valdés, Sergio Magaña,
Vicente Rojo, Octavio Paz, Leonora Carrington y todas las actrices del
mundo del teatro que fue el de Juan, quien ganó el Premio Ciudad
de México por su obra El canto de los grillos. Aparece también
Luisa Josefina Hernández, la maestra a quien le gustaba, según
Juan, tener a su servicio no sólo intelectual sino sentimental a
sus alumnos. Era seductora aunque ella dijera lo contrario.
Pero sobre todo aparecen las mujeres, muchachas libres
y desenvueltas que en el asiento trasero del coche se echan una gabardina
encima para poder desvestirse y entregarse así a toda clase de delicias.
En las novelas de Juan, los automóviles estacionados en lugares
oscuros son sitios apropiados al acto de amor. Cuando Juan no hace el amor
se dedica a leer Contrapunto, de Aldous Huxley; Orgullo y prejuicio,
de Jane Austen, y claro, a Musil, a Broch, a Klossowski, que él
introdujo en México. Las historias de amor de Bataille palidecen
al lado de las de Juan, este gran amante regalo de los dioses a la literatura
mexicana, este D. H. Lawrence por quien todas quisiéramos convertirnos
en Lady Chatterley y decirle como la Genevieve de Pasado presente:
''Soy tuya como tú me quieres, tuya hasta cuando sólo soy
yo misma porque esto es posible gracias a ti. No sé qué me
espera, no sé en qué me has convertido, quizá en nada
más que aquello que fui siempre, sin saberlo. Por ahora mi libertad
te pertenece, tal es su carácter como libertad".
No sería exagerado afirmar que la literatura mexicana
le debe su erotismo a Juan García Ponce.
Juan es la mirada más joven, la más libre
que le sea a uno posible conocer. Las mujeres fueron su coto de caza, su
propiedad privada, su posesión, su campo de batalla, porque las
batallas de amor son de exclusividad y Juan siempre anduvo de pleito. De
hecho ha vivido la vida como un gran pleito, el último contra la
muerte aquella a la que le ha podido gritar como José Gorostiza:
''¡Anda, putilla del rubor helado,/ Anda, vámonos al diablo!"
¡Cuántos muertos han pasado por la vida de
Juan y a todos él los ha enterrado! Su propio hermano Fernando García
Ponce, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, Lilia Carrillo, Jorge
Ibargüengoitia, Jaime García Terrés, Rosario Castellanos,
Octavio Paz, Jaime Sabines. El sigue allí, incólume, sentado
frente al ventanal del jardín de su casa, invocándolos. Envejecer
nos hace vulnerables y a Juan lo ha hecho más sabio, más
definitivo en sus juicios y sin embargo más tolerante. Acepta que
sus amigos ya no lo visiten como antes. El paso del tiempo lo ve en nuestros
rostros sin que podamos verlo en el suyo.
A pesar de que no se mueve, Juan es un hombre libre. Su
cuerpo, enjuto por la enfermedad, estalla de fortaleza. Es tan expresivo
que a uno se le olvida que Juan sólo puede levantar los brazos con
el pensamiento. Después de cinco minutos el que se impone es él,
el que dicta es él, el que lleva la conversación es él.
Quizá no pueda sostener su cabeza pero su cerebro se yergue poderoso
e ilumina cada inerte pensamiento. Manuel Felguerez inventó un dispositivo,
una suerte de tela o de collarín adherido a la silla de ruedas en
la que Juan recarga su cabeza para que no se le caiga.
A Juan la palabra adversidad le parece cursi y vive su
enfermedad como un reto. La exaltación de su enfermedad lo molesta.
No quiere ni que lo admiren ni que lo compadezcan. Le disgusta que liguen
su enfermedad a su literatura. A un periodista que le dijo algo así
como ''ante la adversidad tú te has...", Juan respondió:
''Todos tenemos adversidades, eso no tiene nada que ver con la literatura,
con lo que yo hago. No es ni mejor ni peor mi literatura porque yo esté
así". No le gusta ni que lo admiren por sobrellevar su enfermedad
ni que se juzgue su literatura como parte de una vida adversa o problemática.
Juan no vive su enfermedad como una tragedia. ¿Por
qué? Por una razón poderosísima. Porque Juan puede
escribir.
El año pasado fue duro porque Juan se intoxicó
y Meche Oteyza y sus hijos temieron por su vida. Se recrudecieron sus problemas
para hablar, porque además de hacerlo en voz muy baja y gutural,
perdió la capacidad de modular las palabras. Sólo le entendían
Meche, sus hijos y María Luisa Herrera, su asistente. El anuncio
de que había obtenido el premio Juan Rulfo vino a darle bríos
inesperados y sus consecuencias han sido benéficas. Desde un principio,
Juan dijo que volaría a Guadalajara a recibir el Rulfo y que no
le importaba morirse en el intento. Primero pensó en ir y regresar
en un solo día, pero como el lunes 26 se va a develar su busto en
la Universidad de Guadalajara, en la galería Juan Rulfo de Rectoría
General, en el que lo esperan desde 1991 Nicanor Parra, Juan José
Arreola, Eliseo Diego, Julio Ramón Ribeyro, Nélida Piñón,
Augusto Monterroso, Juan Marsé, Olga Orozco, Sergio Pitol y Juan
Gelman el pasado año 2000, Juan decidió quedarse hasta el
martes 27. Cuando le preguntaron, a propósito de su busto, si lo
esculpían ''como él era antes o como ahora", respondió
tajante: ''Como ahora". El viaje de Juan, por tanto, es heroico.
Juan ve más allá de lo que ven los demás.
De tanto contemplar su jardín recupera un antiguo conocimiento de
la naturaleza que lo hace conocer mejor a los hombres. Observa a cada visitante
con mucho detenimiento, sus cejas cada vez más juntas, sus ojos
cada vez más brillantes, su boca cada vez más firmemente
cerrada. Su jardín estaba separado del jardín del vecino
por una barda de adobe sobre la que había una tela de alambre con
enredadera y el temblor del 85 la tiró. Juan convino con el vecino
en no reconstruirla y ahora se ven las copas de los árboles. A partir
de las doce del día, las enfermeras colocan su silla de ruedas frente
al ventanal y Juan se entrega a la contemplación.
Si todo lo que hizo Juan de joven fue pecado, Juan es
hoy un hombre absuelto. Lo absuelven su inteligencia y ese largo, ese lento
examen de su jardín de deleites al que escucha crecer hasta que
se mete el sol. Ese jardín es ahora su examen de conciencia. Vive
al día como los que se mueren de amor y está contento porque
ha besado todas las bocas de púrpura encendida, como dicta la canción.
Y nosotras, las mujeres de México, a las que a veces nos duele hasta
el aire, necesitamos decirle como Acuña el de Rosario que lo adoramos,
lo queremos con todo el corazón y que nuestra primera y última
ilusión es besarlo como las locas que somos y seremos hasta nuestro
último suspiro.
Texto publicado en estas páginas el 24 de noviembre
de 2001, año en que Juan García Ponce obtuvo el Premio de
Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, que otorga la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara
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