México D.F. Viernes 23 de enero de 2004
En las serranías
potosinas, pueblos abandonados, casas de palma y carencia de servicios
Los pames, sumidos en la miseria y el olvido
RENATO DAVALOS /I ENVIADO
Santa Maria Acapulco, SLP. En el sol de las dos
de la tarde, don Félix libera una sonrisa cuando repara que ya tiene
83 años. Del pozo de los recuerdos y de los surcos profundos de
su piel endurecida por el tiempo, dibuja todavía el sueño
de volver al otro lado para abandonar el abismo de pobreza que ha
acompañado a los pames potosinos. También recrea las metáforas
de la muerte envueltas, cada año, en los colores y en los aromas
de las divinidades del Dios Trueno y del Dios Sol.
El es un viudo que vive con su nuera Catalina en una ladera
de las ásperas serranías potosinas que contemplan a la Sierra
Gorda de Querétaro, en la geografía septentrional de esta
entidad. En esta región se asientan unos 20 mil pames, indígenas
que derivaron su nombre, hundido en el olvido, del persistente "no" con
que respondían a los españoles.
Santa María Acapulco es el santuario del sincretismo
pame, en el suroeste de San Luis, a casi 700 kilómetros de la capital
del país, con una iglesia del siglo XVIII y un millar de habitantes.
Santa María está conformada por 19 comunidades que le circundan,
y que extienden la influencia indígena al norte hasta Alaquines,
cerca de Ciudad del Maíz.
Pueblos desérticos, de palma, de tierras agotadas,
de cultivos de maíz y frijol para el autoconsumo; muy pocos con
electricidad, casi sin agua. Pueblos de mujeres y viejos. Los jóvenes
emprenden un trasiego a Estados Unidos en la búsqueda de un ingreso
que supere los 18 pesos que aquí reciben por el tejido de un petate
que hilan entre dos personas y que les lleva un día de trabajo.
Para confeccionarlos tienen que viajar por la palma hasta San Isidro, una
o dos veces por semana. Salen con el sol y regresan con el crepúsculo.
La carga va en burro o "a lomo".
El refugio pame de Santa María Acapulco es un caserío
de palma y piedra, de unas cuantas callecitas escarpadas y de una triste
historia que pasa por el cura Javier, que lucha contra los evangélicos;
por Victoriano, el maestro de la escuela que relata con detalles la violencia
intrafamiliar y el alcoholismo cervecero; por don Rufino, cantinero y hechicero,
y por Santos, el gobernador tradicional.
La vida pame acompaña a la iglesia franciscana,
con techo de palma, de profusos tallados y frescos, con ocho nichos mutilados
y dos lucernarios redondos en los que se dibuja un dragón mítico.
Y atraviesa también por ese culto a la muerte, por los rebozos,
las cestas de palma y de ilusiones que viajan a través de valles
profundos y el arco iris como espíritu del agua.
Vientos malos
En
una mañana helada en este pueblo, don Félix Salvador González
se frota el bozo plateado y se dispone a charlar. En la choza que compartió
con su esposa doña Cándida, relata su vida preñada
de remembranzas y de ilusiones, hoy puestas en Estados Unidos, adonde anhela
regresar y convertirse en jardinero.
En la ladera del cerro, en el suelo pedregoso, basáltico,
balan un par de cabritos y corretean un perro amarillo cenizo y dos gatos.
Doña Catalina Medina es una mujer otoñal de mandil de colores
que se acerca con una fotografía para mostrar a su hijo Hipólito,
que le mataron hacer cuatro años, el 16 de septiembre, en uno de
los caminos que suben hasta Santa María. Esa es sólo una
de sus tragedias.
Los últimos vientos de noviembre dañaron
algunas cosechas y, como cada vez que esto ocurre, los pames tuvieron que
ofrecer al Dios Trueno, como ofrenda, un huevo en cada uno de los cuatro
puntos cardinales, para que los aires no fueran nocivos. Se multiplicó
entonces la recolección del chamal, una planta que crece en el bosque,
especie de jícama con la que acompañan la comida. Su dieta:
tortillas, y a veces frijoles y chile.
En el sincretismo pame el Dios Trueno cuida a los agricultores
y hace llover. Por eso es más importante que el Dios Sol y la madre,
la Diosa Luna.
Lo único que tienen
Lorenzo es nieto de don Félix e hijo de doña
Catalina. Tiene una mirada tímida. Sufre de ataques. Con apenas
22 años busca juntar unos mil pesos para irse al otro lado. Se
acerca a la conversación con una danza en pequeños círculos:
''Mi mareo y caigo como borracho. Ya jui
a Cerrito, pero me dan pastillas que no me curan'', dice desconsolado.
Ha buscado refugio infructuoso con los curanderos. Tose
por las noches y llena media tina de saliva. Fue con don Rufino sin resultado.
''Nos cobró 200 pesos y no mejora'', tercia don Félix. Lorenzo
va al corte de caña en Rayón, a unos 60 kilómetros
de Santa María, de los que 20 son de terracería.
No consideran a don Rufino un buen curandero de las enfermedades
naturales que se derivan de los vientos, de las lluvias y las picaduras,
ni de las sobrenaturales, atribuidas a las fuerzas malignas, a los malos
aires. Pero es lo único que tienen.
Los padres de don Félix nacieron en Santa María
al igual que él. "Mi papá pobre, yo igual pobre. Entonces
puro jornal. Me casé de 18 años y Cándida de 14. Siembro
maíz y frijol en una hectárea".
El camino rural llegó hasta 1977. "Mis padres a
veces comían de la recolección, la huapilla, una especie
de biznaga, pitahayas y capulines, nada más. Antes no había
ni tienda. Las embarazadas iban a Cerrito. Había muchas calenturas,
paludismo, muerte, pulgas, niguas en niños, piojos".
El viejo sombrero agrietado cubre los cabellos hirsutos
de un viejo que fue juez auxiliar tres veces y que otras nueve formó
parte del Consejo de Vigilancia del gobierno tradicional. Gestionó
en San Luis y en México el camino rural. Antes de que lo abrieran
los pames de Santa María y comunidades aledañas se sentían
"fuera del mundo".
Don Félix se levanta a las cinco de la mañana
o desde la una cuando va a Cárdenas. ''El chofer que nos lleva sale
a las cinco y media para llegar a las ocho y regresamos a las cinco apenas
con una o dos docenas de petates vendidos''.
Si se queda en Santa María se dedica a cuidar a
sus animales. Tiene una yegua lánguida que se desbarrancó
y hoy cojea, seguida de un potrillo que parió hace semanas. Además,
tiene un burro, un cerdo, unas gallinas y un trío de perros. ''La
yegua la cambié por un büey. Ahora, le voy a echar un burro
para que cambie la cría''.
Entre suspiros, acarrea un puñado de fotografías
y de recuerdos que se le han sedimentado.
-¿Extraña a doña Cándida?
-¿Eh? Sí la extraño mucho, porque
era mi esposa -responde con risteza dormida.
"Es mi nieto (muestra una foto) que vive en Mezquital".
En otra mano sostiene la imagen de Agustín Montero, otro de sus
nietos. ''A él lo dejaron inválido en Estados Unidos. Tuvo
un accidente en su trabajo. No puede caminar''.
También señala, una por una, las fotos de
sus hijos: Santiago, Martiniana y Marcelina.
Alza la mirada de ojos borrados para relatar cómo
murió doña Cándida: ''Fue en 1988. Quería atajar
un chivo y se cayó. Yo me había ido al río. Cuando
llegué la vi agonizando y murió a las tres de la madrugada''.
Una pequeñita, Verónica, hija de Hipólito,
el nieto que hace cuatro años le mataron, traspasa el umbral de
la choza y cocina. Hay medio comal cercenado, renegrido en una lumbre crepitante.
A un lado, palanganas para el nixtamal, junto al pequeño molino
y una mesa desierta. Don Félix avienta un par de elotes al fogón
y los ofrece a los visitantes. Se da tiempo para pensar dónde debe
continuar su relato.
''Me fui para Texas en 1978. Duré un mes y ocho
días. Ponía cercas de alambre para los potreros y me pagaban
a tres dólares la hora. Sí me gustó y ahora busco
una recomendación del panista (el gobernador Melchor de los Santos).
Me han dicho que a los viejos los ocupan en los jardines.''
Resume en una frase: ''Aquí México está
jodido... En Estados Unidos son muy ventajosos, aprovechan el trabajo
del pobre''.
Remontado el mediodía, don Félix toma camino
abajo con paso juvenil. Tironea a la yegua y con el machete corta un poco
de rastrojo con una pericia atávica. Hace un recorrido por los aljibes
naturales a un paso difícil de mantenerle. Hace varios años
que no enferma. Rememora la última vez: "estaba como espantado.
Me curé con palo de quicha, como un atole".
También recrea algunas andanzas: ''sí, cómo
no, tomaba aguardiente, pero no me gustaba porque daba brincos como chivo''.
Desde las cuencas profundas de los ojos, plantado en la
cresta de una colina, contempla la belleza de la Sierra Gorda, Jalpan y
Arroyo Seco, también asientos pames.
Luego, del bolsillo trasero del pantalón de mezclilla
entresaca viejos pasajes de la Biblia y lee con dificultad un salmo responsorial.
''A veces rezo todos los días. Mi mamá me inculcó
la religión''.
''Ya nomás falta que me muera -confesó con
un gesto de nostalgia-. Pa' no dejar herencias porque se pelean mucho.
Se matan.''
Sonríe poco y conserva su tristeza dormida. Retoma
la Biblia entre los dedos rombos antes de guardarla.
''Yo antes era muy maldiciento, pero finalmente
pienso en Dios y veo que me ayuda para comer...''
-¿La Navidad?
-Nada cambia. Tortillas con nopales y frijoles. Aunque
hay danzas que empiezan temprano.
''Estuve -evoca- en la escuela, prendí poquito.
De seis años ya trabajaba en la milpa. Me costó mucho la
yunta. Me montaba arriba del tilero pa' que se hundiera en el surco.''
Una tarde agonizante presagia una noche fría. Don
Félix se acerca a su casa para dormir e iniciar un día más.
Pasa a ver a don Santos, el gobernador tradicional. La familia y el pueblo
se preparan para la procesión de la Virgen de Guadalupe cuando le
dan la vuelta a la iglesia.
Así transcurre el día en este santuario
pame de unas cuantas callecitas escarpadas, de palma y tierras agotadas,
donde los jóvenes sólo aguardan el momento en el que tendrán
que marcharse.
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