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México D.F. Jueves 12 de febrero de 2004

Olga Harmony

Herencia

María Muro tiene una especial fascinación por una vieja historia de familia ocurrida en la provincia mexicana, posiblemente la recoleta Zacatecas de la tercera década del siglo pasado. A ella ha dedicado una Trilogía y ahora, una especie de epílogo, esta Herencia a la que la autora presenta como un preludio y siete tiempos. Por una parte resulta muy interesante esa saga estructurada desde diferentes puntos de vista, pero por la otra existe el peligro, por la separación temporal en las escenificaciones, de que se sienta una especie de algo ya visto, al extremo de que un inteligente actor preguntara si el texto que nos ocupa no había sido ya montado con anterioridad. Sería interesante que la autora planteara una recopilación de estas obras para tener referentes más cercanos de su experimento dramatúrgico acerca de esos seres asfixiados por un padre dominante -excepto Rosa, la hija menor a quien ''se le permitió estudiar", como si fuera una graciosa concesión de la que las otras hijas fueron privadas. José, el hermano mayor suicida, Antonio corrido de la casa, fracasado y lleno de deudas, que regresa al entierro del padre y en busca de esa herencia que da título a la obra.

La dramaturga nos hace conocer la historia de la madre, ahora enferma y senil, los desvíos del padre con Rosalía, con la que tiene otra familia, jugador e irresponsable, pero que ha anulado a los hijos e hijas. A su muerte, la mezcla de dolor por la orfandad y sentido de liberación tardía se hace presente sobre todo en Guadalupe (Rosario Zúñiga) y Antonio (Christian Baumgartner), que esperan emprender otros rumbos, la una y solventar sus deudas, el otro con la posible herencia cuya búsqueda dará la acción de la obra. Muro entrecruza diálogos y monólogos casi de manera ritual y pide varios espacios, lo que entraña gran dificultad.

Hilda Valencia, la directora, solventa los escollos del texto rehuyendo todo realismo, excepto en una escena de violencia entre Angeles (Olga González) -el personaje más ambiguo de todos, porque era la predilecta del padre en un asomo de incesto no definido- y su hermano vivo. En una escenografía diseñada por Mónica Kubli -también iluminadora- compuesta por los cinco lugares de los personajes y puertas corredizas transparentes detrás, mantiene a sus actores en sus espacios con diferentes actitudes, los mueve a través de las puertas corredizas, los saca al frente en algunos momentos. Con ayuda de la escenofonía de Rodolfo Sánchez Alvarado y del vestuario de Estela Fagoaga, que hace vestir a las tres hermanas mayores, Guadalupe, Aurora y Angeles de manera muy similar, con apenas detalles que diferencian su ropa y en contraste con la de Rosa (Natalia Rychert Slawinska), simbolizando que ésta ha podido salir de la monotonía que encajona a las otras, crea rupturas entre uno y otro tiempo a base de canciones y recitados. El más audaz es el que se le adjudica a la mojigata Aurora que recita un poema erótico con impostación a lo María Félix, como para develar sus más recónditos anhelos.

El espectador imagina los diferentes espacios. Con mayor facilidad el de la sepultura del padre, con esa grave procesión y el rectángulo de luz que semeja la tumba abierta a la que se echan virtuales puñados de tierra. Un momento muy brillante, el de la búsqueda de las monedas en el desván, en el que Rosa imita un muñeco de cuerda y los otros bailan un charleston, cada uno en su encajonado lugar, con lo que se apoyan los diálogos en que se habla del hallazgo de objetos viejos, de épocas anteriores a la suya. Una objeción que se puede hacer al montaje es el tono monocorde que se emplea en los monólogos, que quizás nos hable de las vidas desesperanzadas de los personajes, pero que en alguno, como Rosa, podría ser más vivaz.

Otro espectáculo al que me referiré muy brevemente, porque mi materia no es la danza, es Vías de vuelo de Gilberto González con interpretación de él y de Juan Ramírez, que tiene algo de teatro del gesto e incluye manipulación de títeres, pero que fundamentalmente es un muy cuidado trabajo coreográfico que vale la pena presenciar por el rigor con que se reúnen tres disciplinas muy diferentes para contar la historia de un Icaro moderno ayudado por su sombra y una paloma creada por las manos que se agitan.

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