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México D.F. Miércoles 25 de febrero de 2004

Mathias Goeritz

Luminosidad insuperable

Casi todas las personas que escribieron en favor de los vitrales se dieron cuenta que se trataba de la creación de un gigantesco environment de luz donde las formas irregulares de los manguetes no están dieseñadas expresamente, sino son el resultado automático del acomodamiento de las piezas de vidrio.

Cuando se me encargó el primer ensayo no existía vidrio soplado plano, hecho a mano, en el mercado de México. Fue el problema de crear un ambiente más cálido con base en un cambio de la luz fría (que pasaba mediante los vidrios blancos comerciales que había en la Catedral) la razón y el estímulo para emprender una serie de experimentos y lograr producir un nuevo producto que se exportó después a muchas partes.

Gracias a la generosa ayuda del arquitecto Ricardo de Robina y de Francisco Avalos, propietario de la fábrica de Carretones, es que llegamos a encontrar un proceso para producir un vidrio de calidad y luminosidad insuperable. Trabajé durante años en la fábrica que el doctor Avalos había puesto a mi disposición. Como el vidrio salió irregular y de tamaño diferente y mi intención no era hacer arte, sino poner la artesanía al servicio del ambiente y de la luz en la Catedral, el diseño no era preconcebido por mí, ya que, conscientemente, quise llegar a un anonimato y no destacar mi propia personalidad. Nunca pensé que cada vitral debería ser una obra de arte. Coloqué las piezas de vidrio tal como salían del horno, tomando en cuenta solamente su luminosidad y esta subordinación fue imponiendo el estilo.

Se trataba de crear una atmósfera de religiosidad con la luz dorada y caliente que produce el vidrio ámbar.

Sin embargo, mis detractores hablaron de afán de sensacionalismo, vanidad, deseos de perpetuar mi intervención en una obra clásica, falta de humildad, egocentrismo, etcétera. Por mi parte no puede haber habido una obra menos vanidosa, una obra de mayor subordinación y anonimato, ya que nunca hice una obra menos personal. Siempre me sometí a los consejos de los que me encargaban el trabajo. No digo esto para evadir la responsabilidad, sino solamente para contestar a los inquisidores vanidosos que me atacan públicamente tratando de convencer a las autoridades que son ellos los que saben y valen.

Alguien acusó a las autoridades de la Catedral de haber actuado con ligereza. Esto es una afirmación malévola. Al principio, en 1960/61, se realizaron uno después de otro cuatro grupos (de tres ventanas cada uno) de diferente tipo: uno de formas irregulares, cuyo diseño lo dio el tamaño casual del vidrio (que se colocó según su luminosidad); otro de formas irregulares, por el conjunto diseñado por mí, y los últimos dos grupos diseñados en forma geométrica. Luego se interrumpió la obra durante varios meses... Después de muchas discusiones en las cuales se tomaron en cuenta todos los argumentos posibles, se llegó a la conclusión de que el mejor tipo era el más anónimo (el que se había puesto primero).

Los otros tres grupos (nueve ventanas) de mi diseño se quitaron y de ahí en adelante seguí haciendo vitrales del tipo anónimo, por supuesto sin cobrar por mi labor. Me sentí bien pagado por el honor de poder trabajar para la Catedral.

Trabajé con algunas interrupciones durante cinco años aproximadamente. La producción de vidrio era lenta y complicada y, a veces, la Comisión de Orden y Decoro no tenía dinero para seguir adelante. Ocurrió que me equivoqué en la tonalidad del color y tuvieron que cambiarse algunos vidrios.

Cuando un lado estaba cubierto con vitrales de vidrio ámbar, se realizó una encuesta entre los fieles que estaban en la Catedral, durante una misa. Preguntamos en total a más de 50 personas -hombres, mujeres y niños- con el resultado de que a tres cuartas partes les gustaban los vitrales y a una cuarta parte le daba lo mismo... Ni una sola voz del público se declaró en su contra. Desde luego, eran gente sencilla, creyente, probablemente considerada inculta por nuestros intelectuales. Para decir la verdad, a mí me importaba mucho la opinión de estas personas y ni se me ocurrió, en aquella ocasión, preguntar al arquitecto Pérez Palacios (uno de los que con más fuerza se opuso a los vitrales) su opinión.

Pero más tarde se publicaron en Excélsior unos comentarios negativos recogidos por la periodista Bambi. En aquel entonces, los críticos todavía no se po-nían de acuerdo: a uno le molestaba el color, a otro la irregularidad de las formas, al tercero le gustaban los vitrales uno por uno, pero juntos no le parecían bien, etcétera. (Después, en 1966, mis enemigos estaban mejor organizados).

En total se realizaron 138 vitrales de los cuales 134 eran color ámbar (vidrio de Carretones) y cuatro en rojo (dos de vidrio importado y dos de vidrio hecho en México).

Finalmente nos enfrentamos al problema de la cúpula. Para evitar que se alteraran los colores del mural de Rafael Ximeno, se llegó a la conclusión que un azul tenue, como el cielo, sería el color más adecuado. Yo mismo pagué de mi bolsa y regalé a la Catedral la herrería del primer ventanal de la cúpula; el vidrio fue obsequiado por el doctor Avalos.

Fue precisamente en el momento de la colocación de este vitral que empezó el escándalo organizado por México en la Cultura.

''Aberración y mal gusto'' tituló el arquitecto Piña Dreinhofer su artículo, mientras Paco de la Maza, con mayor tacto, lo llamó Ejemplo peligroso. Piña lanzó palabras como fraude al público y crimen contra la nación.

Podría dar muchos más detalles, pero quiero limitarme a decir que no he actuado con ligereza, sino con plena conciencia. Aparte de ser vitralista soy historiador de arte (doctorado en Berlín, Alemania) y sé perfectamente lo que es y debe ser una reconstrucción. Mis puntos de vista varían fundamentalmente de los conceptos de los señores Piña, De la Maza, etcétera, que en mi opinión son ignorantes en lo que se refiere a los problemas religiosos y artísticos actuales y que están comentando, por terquedad, un crimen -el peor de todos- al querer ir en contra del arte de su propio siglo. Su concepto de la reconstrucción es totalmente anticuado, ya que no toma en cuenta las necesidades espirituales del siglo XX.

Aparte de todo eso y pensando en la mentalidad de los que creí amigos o compañeros y que se alegran de haber logrado la destrucción de un esfuerzo artístico de cinco o seis años, sólo me queda exclamar šFuchi!

El juicio final lo dictará Otro.

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Este texto de Mathias Goeritz (1915-1990), proporcionado por la doctora Ida Rodríguez Prampolini, se publicó originalmente en 1967

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