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México D.F. Viernes 5 de marzo de 2004
CORRUPCION: EL LASTRE DEL PASADO
En
el momento actual, cuando afloran escandalosas revelaciones de corrupción
en distintos ámbitos de la administración pública
y de la vida partidaria del país, resulta pertinente revisar las
causas de la descomposición que aflora en la dificultosa transición
nacional a la democracia y amenaza con arruinarla. Un factor central y
evidente es la impunidad que tradicionalmente protege a los funcionarios
y políticos corruptos. Al amparo de esa impunidad se ostentan fortunas
logradas de mala manera en sexenios anteriores y cuyos márgenes
actuales de existencia y persistencia son un mensaje claro de tolerancia
hacia los saqueos del erario y el traspaso ilegal de bienes públicos
al ámbito privado .
Cuando se piensa en la total ausencia de voluntad política
de las actuales autoridades para romper con la corrupción inveterada
del supuestamente extinto sistema político mexicano, resulta inevitable
trazar un paralelismo y un contraste con la decisión -escasa, tardía,
insuficiente- de investigar y sancionar las violaciones a los derechos
humanos perpetradas por los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis
Echeverría Alvarez y José López Portillo. Las acciones
en este sentido pueden calificarse, sin duda, de escasas, tardías,
insuficientes y poco eficientes, sí. Pero se ha tomado posición
y se ha hecho algo ante las atrocidades represivas de esos gobernantes,
no nada más para satisfacer las añejas demandas de justicia,
sino también por la certidumbre de que el esclarecimiento y el castigo
de los crímenes correspondientes son medidas indispensables para
dar una mínima credibilidad a la pregonada vigencia de los derechos
humanos en el país y para garantizar que lo ocurrido entonces no
se repita nunca.
El problema de la corrupción tendría que
ser abordado y tratado con lógica similar. Por tanto debe exigirse
el esclarecimiento y el castigo de los involucrados en casos -al menos
los más flagrantes y conocidos- de enriquecimiento inexplicable,
de desfalcos, tráfico de influencias, fraudes, desvíos y
robos llanos de dineros públicos. La corrupción faraónica
del sexenio de López Portillo no sólo dejó un saldo
de catástrofe económica para la gran mayoría de la
sociedad; dejó también fortunas inmensas para algunos. En
el siguiente sexenio, el de Miguel de la Madrid, quien gobernó con
el emblema falaz de la "renovación moral", se persiguió y
encarceló, por excepción, a Jorge Díaz Serrano, Arturo
Durazo y algún otro, más por venganza política que
por un genuino afán de justicia y transparencia. Pero la gran mayoría
de los que se enriquecieron de manera ilegal con la "administración
de la abundancia" jamás fueron molestados. Por citar sólo
tres ejemplos, nadie se tomó la molestia de investigar la legalidad
y los detalles de la transacción por medio de la cual el extinto
expropiador de la banca se hizo con la propiedad de la llamada colina
del perro; nadie auditó los incrementos de la fortuna del también
fallecido Carlos Hank González durante su gestión en la regencia
capitalina, y no se volvió a recordar la lista de sacadólares
que López Portillo prometió -en vano, como el resto de sus
promesas- hacer pública.
Si en el gobierno siguiente hubo menos corrupción,
o si ésta fue menos visible, ello no necesariamente se debió
a una determinación de probidad, sino tal vez al hecho de que, en
el sexenio del estancamiento y la mediocridad, había menos dinero.
Pero en el periodo de De la Madrid proliferaron las casas de cambio en
cuyas quiebras se esfumaron los ahorros de muchos mexicanos y se forjaron
algunas fortunas prominentes, y cuando algunos responsables de esas instituciones
financieras fueron a dar a la cárcel quedó la impresión
de que se trataba de meros chivos expiatorios y de un acto de simulación
de justicia. Y en la campaña electoral de 1988 el candidato oficial
a la Presidencia, Carlos Salinas de Gortari, fue visible y escandalosamente
apoyado con recursos procedentes de las arcas públicas sin que,
hasta la fecha, se haya realizado la investigación correspondiente.
El salinato arrancó con un acto espectacular de
supuesta moralización: el asalto militar a la residencia de Joaquín
Hernández Galicia, La Quina, y el encarcelamiento de éste
y de Salvador Barragán Camacho, segundo en importancia en el sindicato
de Pemex; sin embargo, el desaseo gubernamental se hizo patente cuando
en el mando de ese organismo sindical se impuso, desde Los Pinos, a Sebastián
Guzmán Cabrera, un charro jubilado ni más ni menos
corrupto que su antecesor, y luego a Carlos Romero Deschamps, quien años
más tarde daría de qué hablar. Fue sólo el
comienzo. Entre 1988 y 1994 la mayor parte del sector público de
la economía fue vendida a precios irrisorios a particulares, en
procesos de licitación -cuando los había- amañados
y turbios. El salinato dejó a su paso un escenario de catástrofe
en el país y algunas fortunas incrementadas, entre ellas la del
hermano del ex presidente, Raúl Salinas de Gortari, hoy preso en
La Palma.
En el sexenio siguiente se desmanteló lo que quedaba
de propiedad nacional -salvo Pemex y las empresas eléctricas, que
Ernesto Zedillo no pudo privatizar, pese a los esfuerzos que realizó
en ese sentido- y se estipuló la transferencia, mediante los fraudulentos
"rescates" bancario y carretero, de decenas de miles de millones de dólares
del erario a particulares, operación legalizada, cabe recordar,
con el voto de los legisladores priístas y panistas.
Ante ese pasado de corrupción e inmoralidad, del
que los puntos aquí referidos son sólo muestras, la alternancia
y la pretendida consolidación democrática habrían
debido deslindarse por medio de una revisión exhaustiva y de un
esclarecimiento, si no legal -habida cuenta de la prescripción de
muchos de los presumibles delitos-, al menos político, histórico
y ético. Sin embargo, las autoridades actuales -en la Federación
y en los estados- han optado por convivir, negociar y cogobernar con los
exponentes de la corrupción histórica y dan vigencia, de
esa manera, a las prácticas tradicionales del desvío, el
desfalco, el enriquecimiento y la apropiación indebida de recursos.
En ausencia del necesario ajuste de cuentas con el pasado,
la corrupción aflora en el presente y amenaza con cancelar el futuro
de la institucionalidad republicana. Esta consideración pone de
manifiesto la pertinencia y la urgencia de revisar, investigar y sancionar,
cuando sea posible y legal, el cúmulo de inmundicias que ha sido
colocado, hasta ahora, bajo la alfombra del poder público.
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