México D.F. Viernes 12 de marzo de 2004
Robin Cook*
El autoritarismo no es solución
Es la repentina y arbitraria naturaleza de la muerte causada por las bombas terroristas lo que inspira la aprensión internacional. Las víctimas inocentes que viajaban en trenes suburbanos en Madrid no hicieron nada para provocar su asesinato, ni tampoco hubieran podido hacer nada, conscientemente, para salvarse.
Las dimensiones de la carnicería son apabullantes. Sin embargo, la resonancia que ha tenido el ataque en toda Europa no viene de la cifra de víctimas, sino de la identificación con la actividad ordinaria en que se ocupaban los afectados en el momento en que fueron atacados. Como millones de personas en todo el continente, realizaban su trayecto de rutina hacia el lugar de trabajo, sin razones para sospechar que sería el último. El terrorismo es aterrador precisamente por la forma impredecible y al azar en la cual selecciona a sus víctimas de entre el público.
Al mismo tiempo nos sorprende por el sinsentido de la destrucción y el profundo dolor que deja tras de sí. Familias que pierden a sus padres. Niños que pierden a sus madres. Dentro de varias décadas, cuando el resto de nosotros haya olvidado las bombas en los trenes de Madrid, muchas personas en España vivirán con el trauma de la pérdida inesperada de la persona más importante de su vida, y otras aún llevarán las cicatrices de sus heridas.
Al momento en que escribí estas líneas no había certeza de cuál fue la organización que planeó esta atrocidad. Pero sí quedaba clara una perturbadora conclusión: si la red Al Qaeda no fue la autora de esta operación, es un hecho que ha establecido un estándar al que ahora aspiran otras organizaciones terroristas.
ETA, en su mayor parte, ha encaminado su energía asesina hacia objetivos políticos específicos y en años recientes ha disminuido la dimensión y la intensidad de sus operaciones. Pero si acaso ETA o cualquier ala juvenil del grupo ha adoptado ya el sello de Al Qaeda de perpetrar ataques simultáneos y espectaculares, entonces somos testigos de una alarmante escalada en la violencia terrorista. El empecinado desprecio que Al Qaeda siente por la vida humana y su perversa tendencia a medir el éxito de sus operaciones según el número de muertes provocadas parece haber infectado a otros grupos terroristas.
Ante tan incomprensible violencia deliberada, las personas racionales preguntan "Ƒpor qué?", sin esperar realmente una respuesta. Pero al menos podemos responder a la pregunta "Ƒpor qué ahora?"
Los ataques en Madrid ocurren a sólo unos días de la elección general en España y claramente tenían la intención de perturbarla. Pero esto vuelve aún más confuso cualquier intento de comprender la ganancia que los atacantes pretendían obtener con semejante asesinato masivo. El resultado más probable es que habrá aún más electores indignados, decididos a no permitir que los terroristas socaven la democracia que se logró venciendo a los fascistas, algo que recuerda la mayoría de los españoles.
La verdadera amenaza que el terrorismo implica para la democracia no es que disuada a la población de participar en elecciones, sino que nos hará lanzarnos en estampida a renunciar a libertades y derechos legales que son inherentes a la democracia. La lucha entre una sociedad abierta y sus enemigos es lo bastante tenaz para que podamos comprender los riesgos de ganar la batalla con medidas que destruirán las mismas libertades que tratamos de proteger.
El susurro insidioso del autoritarismo a lo largo de la historia sugiere que los procesos democráticos son ineficientes y que son un lujo que no nos podemos dar, de cara a la violencia. En la realidad, las sociedades democráticas han demostrado ser más fuertes, y no más frágiles, ante las amenazas porque existe una determinación común de tener éxito en una causa compartida. Es muy instructivo el hecho de que en la lucha contra Hitler Gran Bretaña logró movilizar más a su población mediante el proceso parlamentario que la Alemania nazi con su totalitarismo inamovible.
Ningún ciudadano cuerdo objetaría, en las actuales circunstancias, que las agencias de seguridad realizaran un esfuerzo intenso por obtener información de inteligencia que pudiera frustrar un ataque terrorista. Tampoco se opondría a una vigorosa acción policial contra todos los que realmente estén planeando asesinatos masivos. Pero debemos cuidarnos de responder al terrorismo en forma tal que fracture la cohesión de nuestra sociedad, que enajene a algunos de sus miembros por una causa común.
En Gran Bretaña existe una respuesta autoritaria a la amenaza terrorista que plantea el riesgo de convencer a gran parte de nuestra sociedad de que es un objetivo en la lucha contra el terrorismo, en lugar de socia en ella.
Desde el 11 de septiembre, el número de allanamientos fundamentados en la Ley de Prevención al Terrorsimo se ha quintuplicado hasta llegar a 30 mil al año. En su enorme mayoría son familias musulmanas las que han padecido estos allanamientos; les han vuelto de cabeza y vaciado sus casas en busca de supuestas evidencias de actos de terrorismo. Parece impracticable, dada la naturaleza de estas acciones, que los policías las lleven a cabo con paciencia; que toquen el timbre y pregunten si será una hora oportuna para buscar explosivos. Lo que hacen es echar la puerta abajo, esposar a los residentes varones y tratarlos como posibles terroristas.
Si esta nueva ola de allanamientos a hogares hubiera producido un montón de evidencia sobre terrorismo, probablemente el ciudadano responsable debería encogerse de hombros y aceptar como un mal necesario las ocasionales incomodidades impuestas a familias inocentes. Pero existen estadísticas cada vez mayores de que menos de uno por ciento estos cateos han conducido a un arresto, y todavía hay menos casos en que se levantan cargos contra el detenido. Para empeorar las cosas, la Oficina del Interior admite que la mayoría de las detenciones ni siquiera tienen que ver con el terrorismo. Para decirlo de otro modo, 99.5 por ciento de los cateos a familias musulmanas realizados con fundamento en la Ley de Prevención al Terrorismo no han descubierto nexo alguno con el terrorismo. Si lo que queríamos era enajenar a ciudadanos inocentes de la lucha contra el terrorismo, no pudimos encontrar mejor forma de hacerlo que tratándolos como terroristas.
La repatriación de los detenidos en Guantánamo ilustra los peligros de permitir que una actitud de vigilancia, que pudo haber sido unificadora, se convierta en una represión que divide. Nadie, ni en Gran Bretaña ni en Estados Unidos, ha podido justificar en forma convincente el encierro de estos prisioneros que durante dos años estuvieron en condiciones denigrantes, y sólo para descubrir que nunca se levantaron cargos contra ellos. Esto revela un desprecio hacia el derecho a un juicio justo, lo cual está en obvio conflicto con la continua pretensión de George W. Bush de exaltar el elevado nivel moral de la "guerra contra el terrorismo".
Dicho nivel moral parece aún más cuestionable ante el rechazo que provocó el uso de las imágenes del 11 de septiembre en anuncios de televisión que promueven la relección del presidente. El descubrimiento de que los bomberos que aparecen en el anuncio cargando un ataúd en la Zona Cero son actores profesionales intensificó la repulsión del público ante esta manipulación de la tragedia humana para convertirla en capital de un partido político.
No sorprende que tanto viudas como representantes de los bomberos de Nueva York hayan denunciado esos anuncios como un intento de explotar su dolor. El ataque contra las Torres Gemelas forjó una poderosa unidad nacional en Estados Unidos. Es un indicio de la vulgaridad del actual gobierno estadunidense que haya esperado obtener ganancias mediante esta divisiva campaña política.
Este jueves las muertes en Madrid nos recuerdan que existe la necesidad de unirnos contra los terroristas. No podemos darnos el lujo de excluir de esta lucha a ninguna parte de nuestra sociedad, ni debemos dividir nuestro esfuerzo intentando convertir el terrorismo en ventaja partidaria. ©The Independent Traducción: Gabriela Fonseca *Robin Cook fue ministro del Exterior de Gran Bretaña y el año pasado renunció a su puesto como presidente de la Cámara de los Comunes en protesta por el apoyo que el gobierno de su país dio a la guerra contra Irak
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