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México D.F. Martes 16 de marzo de 2004
1988: FRAUDE SIN CASTIGO
El
6 de julio de 1988 tuvo lugar el mayor fraude electoral de la historia
de México. Tal maquinación delictiva se urdió -como
desde entonces se ha denunciado con insistencia en múltiples tribunas
y por amplios sectores sociales- desde el primer círculo del poder.
El reconocimiento formulado por el ex presidente Miguel de la Madrid en
su autobiografía -él acepta haber ordenado la ya famosa caída
del sistema- resulta a la vez escandaloso, por su crudo cinismo, e inquietante
por el hecho de que el ultraje, el robo electoral y la mentira propinados
hace 16 años a la ciudadanía desde el gobierno y el Partido
Revolucionario Institucional continúen sin ser cabalmente esclarecidos
y sus responsables sigan impunes.
El fraude de 1988 constituyó una traición
directa al pueblo de México, que vio vulnerada y adulterada su voluntad
soberana expresada en las urnas, y la ilegítima revalidación
de un régimen -el del PRI- que, en lo económico, entregó
el país al capital extranjero, propició y encubrió
la corrupción política y empresarial y despeñó
a la nación en una crisis financiera y social sin precedente. En
lo político, el robo electoral del 6 de julio dio paso a un gobierno
autoritario y vengativo que persiguió y mató a sus opositores
-los centenares de militantes del Partido de la Revolución Democrática
asesinados durante el sexenio salinista son la dolorosa prueba de ello-,
ejerció el poder de manera abusiva, antidemocrática y contraria
al interés mayoritario de la sociedad y culminó sus días
en franca descomposición a causa tanto de sus propios vicios y lacras
-los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu
lo ejemplifican- como del despertar ciudadano impulsado por el levantamiento
indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
En este contexto ha de señalarse la responsabilidad
que el Partido Acción Nacional -tras un breve momento de resistencia
conducido por Manuel Clouthier en sintonía con el Frente Democrático
Nacional de Cuauhtémoc Cárdenas- tuvo en la validación
de la fraudulenta elección de Carlos Salinas y en el apoyo que otorgó
después a su gobierno. La democracia fue traicionada y el pueblo
mexicano engañado en 1988, y sobre ello el PAN y algunos de sus
dirigentes -de manera primordial Diego Fernández de Cevallos, quien
jugó un papel estelar en la quema de boletas- tienen todavía
mucho que explicar y, eventualmente, que pagar conforme a la ley. Además,
el gobierno de Ernesto Zedillo, cabe reiterar, no fue sino la continuación
del modelo impuesto en 1988 por el fraude electoral y apuntalado en 1994
mediante el recurso del miedo y la amenaza de una crisis que, finalmente,
fue producto del propio sistema.
Así, el actual gobierno de Vicente Fox debería,
en aras de cumplir con su declarada vocación democrática,
reabrir y esclarecer el turbio expediente del 6 de julio de 1988 y sancionar,
en su caso, conforme a derecho a los responsables del hurto electoral que
encumbró contra toda legalidad y moralidad a Carlos Salinas de Gortari.
Ninguna nación puede desarrollarse de forma libre y promisoria si
se mantienen impunes los delitos cometidos desde el poder público.
Inclusive, la propia democracia mexicana permanecerá en un estado
de fragilidad e inestabilidad si no se ventilan sus rincones oscuros y
si permanecen sin castigo aquellos que traicionaron la voluntad popular.
¿Qué sociedad puede progresar democrática, cívica
y jurídicamente si sus gobernantes toleran que la mentira y el fraude
queden sin sanción y permiten que sus beneficiarios gocen de impunidad
o, incluso, de amplio margen de maniobra en la política actual?
Toca ahora a México dilucidar su pasado reciente
-que incluye los sucesos de 1968 y 1971, los crímenes de Estado
de la guerra sucia, la corrupción que campeó en los
pasados cuatro sexenios, el fraude electoral de 1988, el saqueo del Fobaproa
y la rendición ante el extranjero perpetrada durante los gobiernos
de De la Madrid, Salinas y Zedillo y que sigue patente en el actual- y
emprender una profunda limpieza política. A poco más de dos
años de los próximos comicios presidenciales, esa labor resulta
no sólo conveniente y moralmente necesaria, sino indispensable para
preservar y robustecer la institucionalidad de la República y la
joven democracia mexicana.
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