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México D.F. Domingo 21 de marzo de 2004

MAR DE HISTORIAS

Las fiestas del centenario

Cristina Pacheco

Un día, aseguran mis amigos, olvidaré los detalles que me anunciaron la muerte de Judith; que el tiempo borrará la relación entre las burbujas de gas desde el fondo de un vaso y una cuerda amarilla.

Judith se decidió por ese color cuando Eduardo le enseñó el muestrario. Aún me parece verla palpando los trozos de cuerda. Lo hizo con la misma dedicación que aplicaba en elegir la fruta, la carne, las flores.

Compartíamos el gusto por las fricias. Desde que Judith murió su color intenso y su perfume primaveral son para mí como veneno: me devuelven la visión de una cuerda amarilla, tensada por el peso de un cuerpo que a primera vista me resultó irreconocible.

Tardé tiempo en aceptar que esa Judith -oscilante y rígida- era la persona a la que acababa de acompañar a la bodega. Allí, antes de que Eduardo cortara el tramo de lazo, Judith rectificó:

"Espérate, Lalo: no me pongas tres metros, con dos será suficiente". Tanta precisión prueba que mi amiga lo planeó todo mientras íbamos rumbo a la bodega; quizá hasta aplicó su mínimo conocimiento de física para calcular la relación entre la altura del estacionamiento y el peso de su cuerpo.

De esa sospecha no hablo con nadie. Me dirían que rechace los pensamientos morbosos y no me aferre a los recuerdos tristes. No lo hago: simplemente aparecen. Anhelo liberarme de ellos. Quizá logre entonces reconstruir a mi amiga, verla como era antes de que el lazo amarillo señalara la última frontera y el fin de las fiestas del centenario.

II

Judith era la empleada más antigua de Sotelo y Padilla. En los aniversarios de la empresa siempre pronunciaba el discurso. Emocionada, recordaba su llegada a la Sotelo y Padilla; su lento ascenso, desde la bodega hasta las oficinas administrativas. Al final afirmaba que su mayor orgullo era haber pasado, con las manos limpias, por "compras" y "control de calidad".

En el último aniversario, cuando Judith se disponía a tomar la palabra, intervino don Fermín Padilla, nuestro jefe:

-Por esta ocasión quiero ser yo quien hable-. Divertido por el desconcierto de Judith, don Fermín la señaló: -Es bien sabido por todos que esta mujercita, a quien tanto admiramos, le ha dado su vida entera a la empresa. Ante semejante dedicación la palabra "gracias" es de verdad insuficiente.

Mi amiga, con los ojos arrasados en lágrimas, se acercó al micrófono:

-Don Fermín Ƒme permite?- Agradeció la autorización. -Les he dicho que llegué aquí llena de temores y ansiosa de colmar mi sueño: pagarme los estudios para graduarme en física. Rápido olvidé ese proyecto porque el trabajo me absorbía. No me quejo. Al contrario: agradezco el privilegio de estar en la empresa. Las oficinas de Sotelo y Padilla son mi propia casa y ustedes constituyen mi única familia. šLos quiero mucho!

Don Fermín le tendió los brazos. Llorando, mi amiga reclinó la cabeza en el hombro de nuestro jefe, pero enseguida se apartó:

-Discúlpeme, por favor: le mojé el saco. šQué pena!

Con gesto teatral, don Fermín devolvió la cortesía:

-ƑNo te das cuenta de que tus lágrimas son mis medallas?

Aplaudimos con entusiasmo, ansiosos de que la ceremonia culminara en un gran reconocimiento para Judith. Don Fermín también parecía ansiar ese momento y se aclaró la garganta:

-Hace tiempo pensé en recompensar los esfuerzos de Judith, pero decidí esperar y hacerlo en esta fecha que para todos los que trabajamos aquí es en-tra-ña-ble. Ha llegado la hora...

Nuestro jefe hizo una señal y aparecieron sus dos nietecitas: unas mellizas chimuelas, de cabello rubio y vestido blanco. Portaban una almohadilla de terciopelo rojo con un estuche de falsa piel. Don Fermín lo miró:

-Allí está depositada una medalla de oro, un centenario. Su valor es mínimo en comparación al que tiene para Sotelo y Padilla tu noble y generosa entrega. Iré más lejos: esto, sin ti, no sería lo que es. Mereces más que una recompensa: la oportunidad de ir al encuentro de tu vida y tus sueños.

-Después de tantos años de no asistir a la escuela, creo que ya no estaría en condiciones de estudiar para física -nos dijo Judith. Don Fermín la corrigió:

-Pero mujer, de seguro has soñado en lograr otras cosas: hacer un viaje, dormir hasta más tarde, olvidarte de los inventarios y quizá formar una verdadera familia: marido, hijos. Ahora tendrás tiempo para todo. Ya has cumplido con creces tus obligaciones. Te has ganado el retiro más honrado.

Judith se cubrió la boca con la mano y agitó la cabeza. Don Fermín se dirigió a las mellizas:

-ƑQué esperan?- Las niñas abrieron el estuche. -Anda, Judith, toma la medalla. Si no lo haces, me la colgaré yo. Imagínate cómo me veré con un centenario en la solapa.

Judith observó el centenario, cerró el estuche, hizo una inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta. Entre las exclamaciones de sorpresa escuchamos a don Fermín:

-Mujer, Ƒadónde vas? Tenemos preparado un vino de honor para tu despedida-. Al ver que Judith no se detenía, don Fermín fue tras ella.

En cuanto nos quedamos solos en el salón de usos múltiples estallaron las protestas. Aturdida, me acerqué al ventanal. Mis compañeros me rodearon. Vimos a Judith ante don Fermín. Sólo él hablaba y sonreía, haciendo aspavientos.

-ƑQué le estará diciendo? -murmuré.

-Que será muy feliz cuando tenga marido y media docena de hijos-. Aidé apretó los puños: -Como si el hijo de la chingada no supiera que Judith tiene más de 50 años. Por eso la corre.

-Judith pasó aquí más de la mitad de su vida y ahora la bota como si fuera una caja de pizza -intervino Daniel, experto en sistemas. -Y acuérdense: hoy fue ella, mañana puede ser cualquiera de nosotros.

-Cállate! Ya bastante tenemos-. Aidé se volvió a mirarme: -Nancy, tú eres su mejor amiga. ƑPor qué no vas a buscarla?

III

Judith estaba sola, en medio del jardín. Al verme giró hacia el edificio anexo. La seguí y le pregunté adónde iba:

-A la bodega.

-Allí empezaste. ƑQuieres recordar?

-No: busco una cuerda.

-ƑVas a empacar tus cosas de una vez?- No me respondió.

-Mejor déjalo para el sábado, así podré ayudarte con la mudanza.

Cuando entramos en la bodega, Eduardo, el sucesor de Judith, estaba sirviéndose agua mineral en un vaso. Salió a su encuentro e iba a manifestarle su solidaridad, pero ella lo interrumpió:

-Lalo, mejor no digas nada-. Miró hacia el interior de la bodega, como si se tratara de una inspección de rutina: -Me hace falta cuerda. ƑDe qué colores hay?

Eduardo le mostró el catálogo y Judith optó por el amarillo. Cuando él fue a buscar la cerda, mi amiga se tocó la frente:

-Estoy sudando. ƑHace calor?- No oyó mi respuesta. -Lalo, Ƒme regalas de tu agua mineral?

-Tome lo que guste. Está limpia, no la he probado -gritó Eduardo desde el fondo de la bodega.

Judith bebió despacio y levantó el vaso para mirarlo a contraluz:

-Qué bonitas son las burbujas, Ƒverdad? Lo malo es que se desvanecen-. Tomó la cuerda que le entregó Eduardo y se despidió de él con un abrazo. -Bueno, aquí ya terminé. Me voy.

-ƑEntonces no vas a empacar?- Agitó la mano. -Si quieres, te llevo a tu casa. Mientras subo por nuestras cosas, espérame en el estacionamiento.

-Lo juro -respondió Judith con la mano en el pecho.

Mis compañeros bebían el vino de honor en el salón de usos múltiples. Yo fui directo a la oficina. Tomé las cosas y corrí al estacionamiento. Judith pendía de la cuerda amarilla, con el centenario prendido al pecho.

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