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México D.F. Miércoles 14 de abril de 2004
Carlos Martínez García
Mucho ritual y poca ética católica
La Semana Santa mexicana refleja, a la vez, un ritualismo acendrado en la religiosidad popular y un alejamiento muy marcado de las enseñanzas éticas de la Iglesia católica. Una observación superficial de las innumerables representaciones de la pasión de Cristo que tuvieron lugar en ciudades y pueblos del país el viernes pasado podría llevar a la conclusión apresurada de que en México existe un sentimiento religioso católico muy internalizado en la mayoría de la población. Lo que domina, más bien, es la preminencia del espectáculo y un reduccionismo cristológico que sólo perturba momentáneamente las conciencias de quienes observan el vía crucis.
Mientras la evangelización protestante se singulariza por la diseminación de la Biblia, es decir, mediante la preminencia de la lectura que norma la conducta de los creyentes, la evangelización católica -sobre todo en los países que padecieron la Contrarreforma- se distingue por el uso de imágenes y representaciones actuadas que pretenden comunicar a los espectadores valores doctrinarios cristianos. Lo que empezó como recurso pedagógico paulatinamente fue perdiendo su esencia original hasta convertirse en festividades que prácticamente han perdido todo sentido católico y muestran, incluso en momentos dramáticos como el de la crucifixión, un ánimo colectivo aparentemente conmovido, pero que se explica más en la vertiente de lo que Santiago Portilla denominó la fenomenología del relajo. La omnipresencia del desmadre hasta en los momentos más solemnes.
Con pocos días de diferencia entre sí, en los últimos 20 años, dos actos convocan a cientos de miles de participantes en el valle de México. Uno es ir a cargarse de energía el 21 de marzo a las pirámides de Teotihuacán, y el otro la escenificación que se hace en Iztapalapa del juicio y muerte de Jesucristo. El primero tiene connotaciones que algunos sostienen son prehispánicas (eso sí con autollamados mexicanistas que nos recuerdan por su maquillaje más a los integrantes del grupo Kiss que a los aztecas), mientras para otros es una concesión masiva a los postulados de la new age y/o la exteriorización de creencias mágicas propias de la cultura de los horóscopos. El segundo acto, el de Iztapalapa, es una veta para tratar de comprender la cultura popular. Al mismo tiempo muestra que los hechos escenificados se agotan en el ritual y son, aunque parezca contradictorio, un divertimento muy cercano al sentido mexicano de la pachanga.
Los más de 2 millones de asistentes que, reportan los medios, estuvieron en Iztapalapa, fueron convocados tanto por la tradición como por un sentido de turismo urbano que busca presenciar algo digno de compartir con los vecinos y amigos que prefirieron irse a la playa. Como nunca la pasión de Iztapalapa se convirtió en un caos. En el recorrido de la vía dolorosa se le cruzaban al nazareno vendedores de paletas, ofrecedores de toda clase de souvenirs, asistentes ávidos de encontrar el mejor lugar desde el cual filmar los sucesos y agitados soldados romanos que devinieron en guardaespaldas para proteger a aquel a quien la multitud amenazaba con venírsele encima y frustrar con ello su llegada al Gólgota/Cerro de la Estrella. El verdadero espectáculo fue la muchedumbre sabedora de que no podrá ver la consumación, pero de todas maneras aguanta todo para ser parte de un ritual que tiene su foco en el gentío y no en la escenográfica cruz.
Mientras la religiosidad popular goza de muy buena salud, la Iglesia católica mexicana y su jerarquía se engañan al creer que los rituales populares evidencian una fortaleza del catolicismo entre los mexicanos. Hoy en el país, en términos religiosos, sigue reproduciéndose lo que sucedió en la Colonia con los pueblos indios, aunque por razones distintas. Como no podían enfrentar abiertamente a los conquistadores, a causa de la superioridad militar de éstos, los indígenas adoptaron superficialmente la religión impuesta, pero veladamente conservaron sus creencias ancestrales. El resultado fue un catolicismo peculiar, en el que en realidad el núcleo duro de la fe tiene poca relación con la ortodoxia católica. En la actualidad la mayoría del México mestizo acepta con mucha credulidad propuestas que bien analizadas se contraponen al catolicismo que esa misma mayoría dice profesar. En este proceso de catolicismo débil en las conciencias, la jerarquía de la Iglesia mayoritaria prefiere culpar a otras instancias y por ello presiona para ganar espacios públicos, como el de la educación, y rehúye el fracaso evidente que ha tenido para atraer y formar a los feligreses en los principios que distinguen a la Iglesia romana.
Lo aquí expuesto nada más quiere dejar constancia de una tendencia que nos parece nítida en la sociedad mexicana. En términos religiosos ciudadanos y ciudadanas se identifican mayoritariamente como católicos, pero mantienen una autonomía ética de su Iglesia y adoptan, sin problemas, prácticas rituales en las que se confunden elementos que encienden luces rojas en la ortodoxia católica.
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