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México D.F. Lunes 3 de mayo de 2004
Javier Oliva Posadas
Autoritarismo y democracia
Ha concluido el segundo
periodo de sesiones ordinarias del primer año de ejercicio de la 59
Legislatura. Es decir, una tercera parte del total disponible ya se
consumió. Es cierto que los tiempos que vivimos son intensos,
inciertos y en ocasiones complejos, pero eso ¿es suficiente
pretexto? En la medida en que se consume el tiempo, principal recurso en el
quehacer y actuar políticos, las presiones por alcanzar acuerdos y
aplicar decisiones van en constante aumento. Más atención han
merecido los aspectos mediáticos de las pugnas que el serio
deterioro al que se someten las instituciones y las conductas que favorecen
la pluralidad y la tolerancia.
La estrepitosa caída de la confianza en los
partidos políticos y hacia los diputados, de acuerdo con distintas
encuestas y sondeos de opinión, es muy serio elemento a considerar
en tanto se trata de una modificación en la percepción
respecto de qué sentido y beneficios acarrea la democracia
pluralista y liberal. Pero llama la atención que, de acuerdo con el
estudio presentando por el Programa de Desarrollo de la ONU, publicado la
semana pasada, 52 por ciento de los latinoamericanos preferiría a un
gobierno autoritario si a cambio tuvieran mejores condiciones de vida y
trabajo. Las posibilidades para que emerjan personalidades
carismáticas, así como gobiernos autoritarios, crecen
notablemente.
Así las cosas, mientras persisten los ataques
sistemáticos o no a las figuras públicas, a los partidos
políticos, a los congresos y a las otras instancias que sostienen el
entramado de la democracia, las condiciones generales de vida de la
población no observan mejoría alguna, incluso han empeorado
notablemente. Así que la pregunta lógica es: ¿de
qué sirve la democracia? Para el caso de México, la
situación no es mejor que en el resto de Latinoamérica.
Enfrascados como estamos en una serie de ataques, la mayor parte sin
sustento apropiado, con el terreno sembrado de dudas y sospechas, al final
del día ninguno de los actores políticos sale ganando.
A corto plazo, todos seguiremos vivos, lo que entonces
debiera obligar a plantearse la cimentación de acuerdos
básicos que impliquen una reconsideración de lo que es la
democracia, pero, sobre todo, qué utilidad y sentido tiene. Los
casos precedentes, de sociedades y sistemas políticos agobiados por
la tensión, el desorden y la franca parálisis política
y legislativa, han sido el marco propicio para que los caudillos
iluminados, y por lo tanto, autoritarios, tomen el poder.
Es cierto que aún tenemos cosas que hacer y
proponer para impedir tan indeseable escenario. La responsabilidad
principal se encuentra en los actores que naturalmente son referencia de lo
que implican, en efecto, la tolerancia y la consistencia en la
argumentación; si el marco legal y el institucional siguen
deteriorándose, ninguno de los participantes habrá de
resultar triunfador en lo que respecta a una democracia basada en los
argumentos y no en las consignas.
El gobierno de la República ha dejado pasar
demasiado tiempo esperando que la situación y los problemas se
resuelvan de manera inercial. Sin la activa participación, sin la
articulación de una agenda, sin el establecimiento de prioridades en
el accionar, muy difícilmente habrán de concretarse
resultados satisfactorios. La función del gobierno es, precisamente,
gobernar. En la política, el que define decide. La decisión
implica reconocimiento de riesgos y conflictos, afectación de
intereses.
El Congreso de la Unión tiene
responsabilidades, como también los demás actores
políticos e institucionales, pero en un régimen
presidencialista es el Ejecutivo quien tiene las mayores facultades y
responsabilidades. Así lo precisa la Constitución.
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