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México D.F. Martes 15 de junio de 2004
Cada 16 de junio miles conmemoran el Bloomsday
en las calles de Dublín
No hay mito sin rito: mañana cumple un siglo
el de Joyce Nuestro Señor
¿Y por qué te importa el escritor drogado?,
preguntaron al reportero de La Jornada en Trieste Una crónica
irlandesa por cuatro lugares sagrados del joycismo
JAIME AVILES
En mayo de 1998, en compañía de mi amigo
Sergio Zulian, viajé a Trieste para conocer la ciudad donde James
Joyce comenzó Ulises. En la estación nos esperaban
varios compañeros, muy jóvenes, de la solidaridad con Chiapas.
Uno de ellos me preguntó a dónde me gustaría ir aquella
tarde. Contesté que me encantaría visitar las covachas y
los departamentos donde, a principios del siglo que ya se nos iba entre
los dedos, como una bestia, de día y de noche trabajaba Joyce bajo
el sol de Nora Barnacle, la única mujer con la que tuvo relaciones
sexuales en el mundo real de la carne -en la ficción era un promiscuo-,
y sus hijos Giorgio y Lucía. De repente la pregunta de una muchacha
desafiante, quizá la más canéfora del grupo, me enfureció:
-¿Y por qué te importa ese escritor drogado?
La fulminé con los ojos.
-Porque yo también soy un escritor drogado.
Estaba
en Trieste para encontrame con Joyce, no para insultarlo. Me faltó
paciencia, reconocí más tarde. ¿Cómo no le
dije que allí fue donde Joyce terminó El retrato del artista
adolescente, compuso la mayor parte de los ensayos que forman Escritos
críticos, tradujo documentos bancarios, dio clases de inglés
y de italiano y empezó a construir la novela más importante
de nuestro siglo? ¿Cómo no se me ocurrió explicarle
que allí, en Trieste, Joyce conoció a Anna Livia Plurabelle,
el personaje más popular de Finnegans Wake, su obra maestra,
a la que incorporó palabras de 75 lenguas distintas, una poderosa
razón por la cual muy pocas personas la han leído? La muchacha
y sus camaradas, para ser franco, no sabían nada acerca de Joyce;
éste era apenas una molesta referencia escolar sobre la cual, sin
duda, el conservadurismo de aquella ciudad pegó la etiqueta ''drogado".
No creo haber dicho jamás, por lo menos hasta ahora, que soy irlandés
por parte de Joyce y del batallón de San Patricio. Y los irlandeses,
por lo general, somos dados a defendernos cuando alguien se mete con uno
de los paisanos. Yo estaba furioso pero me contuve. Era domingo.
-Muchachos, váyanse a tomar un helado o una casa
de okupas, yo me voy a buscar a Joyce.
Sergio Zulian hizo unas llamadas telefónicas y
después nos encaminamos al café San Marco, el mismo al que
Joyce entraba por las noches, luego de trabajar el día entero, y
bebía vino blanco y rompía a cantar con la hermosa voz de
tenor que todos sus biógrafos le atribuyen. Penetramos en la sala
como en un templo: la sombra era fresca y las mesas oscuras y ordenadas;
los meseros estaban de librea y pajarita y los parroquianos leían
banderas de periódicos y alzaban la taza del café estirando
el pescuezo y el meñique. En ese momento, al piano, un alemán
rubio, de frac, tocaba La Cucaracha. Ese fue, a través de
la magia, el cordial recibimiento del espíritu inmortal de Joyce
Nuestro Señor.
No me quedé en la ciudad, sin embargo; esa misma
noche regresé con Sergio a Venecia, nos abrazamos en la estación
y leyendo el Danubio, de Claudio Magris, parroquiano del café
San Marco, continué rumbo a Zurich. Pero como Italia está
dividida en dos ejes ferroviarios -uno de costa a costa y y otro de norte
a sur- que se cruzan en Milán, por fuerza un tren me llevó
de Venecia a Padua y de Padua a Boloña, donde caí rendido
en una butaca de primera clase del pendolino Roma-Milán, por la
que pagué muchas liras extras. Lo esencial era alcanzar la conexión
Milán-Zurich. Antes de volver a México tenía que ver
la tumba de Joyce.
Vecinos
Un tranvía me arrastró a las alturas de
una colina y me dejó a la puerta del cementerio Fluntern. En una
rotonda, más allá de unos suntuosos patios de flores espléndidas
-regadas por aparatos automáticos en la más absoluta soledad-,
hallé lo que buscaba. Una gran lápida de mármol acostada
en el cesped: ''James A. Joyce, Nora A. Barnacle, Giorgio Joyce Barnacle,
Lucía Joyce Barnacle". También estaban los hijos de Giorgio,
pero olvidé sus nombres. Me hallaba en presencia, o más bien
en ausencia, de toda la familia.
Era mayo, hay que repetirlo; mi papá había
muerto en enero y el sol brillaba como una piedra indecente quemando el
aire. Retrocedí algunos pasos; estar allí era entrar en el
último de los cuatro lugares sagrados del joycismo, que no del joyceanismo
(ése es más amplio). Uno es el museo de la Torre Martello,
en las afueras de Dublín, la ruina de una fortificación militar
contra los piratas de Inglaterra. Joyce vivió ocho días en
ese sitio; desde hace décadas, millones de turistas visitan Irlanda
únicamente para conocerlo. No es un museo histórico sino
historicista. En sus vitrinas exhibe la foto del caballo que ganó
el derby del 16 de junio de 1904, el jabón que don Leopoldo Bloom
compró el 16 de junio de 1904 para lavarse en un baño público
donde había de masturbarse por primera vez aquel día; pero
también tiene el chaleco bordado de animalitos que Joyce describe
en el último cuento de Dublineses, y desde luego, la pieza
más interesante del imaginario legado: la mascarilla mortuoria de
Joyce, que un amigo artista le sacó en el hospital de la Cruz Roja
de Zurich, antes de que lo sepultaran aquí, pensé mirando
su tumba. Entonces, a la izquierda, mis ojos toparon con la tumba de Elías
Canetti.
Predestinados
Dentro de la crujiente casona de pisos de duela que ocupa
a la orilla del Sena, la librería Shakespeare and Company, en París,
debe ser el segundo lugar sagrado del joycismo: la tienda de libros de
las ricas mujeres estadunidenses que becaron a Joyce durante los años
finales de la escritura de Ulises, novela publicada en 1922 que
transcurre a todo lo ancho y lo largo del 16 de junio de 1904, fecha histórica
de la literatura, que Joyce Nuestro Señor, nacido en 1882, escogió
para rendirle homenaje a los inolvidables sucesos que tuvieron lugar en
la playa de Sandymount, cuando James Agustin Joyce y Nora Augusta Barnacle
salieron a pasear juntos por primera vez y descubrieron que en sus respectivas
actas de nacimiento Joyce había sido registrado como James Augusta
y ella como Nora Agustin.
Brenda Madox, la primera biógrafa de Nora, asegura
que la noche del 16 de junio de 1904 esa muchacha alta, de melena pelirroja,
dos años más joven que él, inculta y famélica,
que trabajaba como recamarera del hotel Galway de Dublín, introdujo
la mano en la bragueta del joven escritor asombrándolo con su audacia
a tal grado que éste inmortalizó la fecha en Ulises.
Pero Joyce -son cosas que se saben en la familia, ha dicho Huidobro- tal
vez pensaba por ejemplo en la coincidencia paradójica de que Nora
hubiese nacido en Galway.
Silvia Beach y las dueñas de Shakespeare and Company
no sólo becaron a Joyce para que concluyera Ulises sino que
después lo ayudaron a imprimirlo en Estados Unidos, tema que hoy,
15 de junio de 2004, subrayan las agencias internacionales de noticias.
¿Y eso? Bueno, es que mañana, la literatura celebra el primer
centenario de la mañana que el hijo de Ulises se cortó la
barba al rasurarse en la azotea de la Torre Martello, mientras don Leopoldo
Bloom despierta en su cama junto a Molly, su esposa -la idealización
infiel de Nora Barnacle, que jamás, tampoco, fue adúltera-
y baja a desayunar un riñón de cordero frito, agrio y con
sabor a orines.
Desde que Ulises se popularizó en el planeta,
cada 16 de junio millones de personas dispersas en todo el mundo desayunan
riñón de cordero frito, agrio y con sabor a orines, y algunos
varones incluso se masturban dos veces, una en la mañana y otra
al anochecer, como el señor Bloom. La segunda vez, según
Madox, simboliza el atrevimiento de Nora Barnacle la noche del 16 de junio
de 1904, fecha que los joycistas y joyceanos de todas las galaxias de Gutenberg
celebrarán mañana miércoles con júbilo. No
hay mito sin rito, ya lo ha dicho Sarduiy, y en este caso el rito de Joyce
Nuestro Señor cumple un siglo.
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