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México D.F. Miércoles 30 de junio de 2004

Vilma Fuentes

La jugosa industria del kleenex

Desde hace algunos años, recibo cada vez más número de libros recién editados. De autores a la moda, de jóvenes en su primer intento literario, de personajes del deporte, la televisión, la moda, de confidentes de princesas, choferes de jefes de Estado, ensayos políticos, querellas humanitaristas, novelas históricas, de ficción, ''à clés" -cuyas claves nos revelan con rapidez las revistas por si hubiéramos podido equivocarnos...

Los abro, los leo, los cierro. Pero me ocurre, tres o cuatro días más tarde, un fenómeno inquietante: no recuerdo ni una línea de ellos. A veces, ni siquiera el título, el nombre del autor. Entonces, šqué remedio!, un sentimiento de paranoia se apodera de mí. ƑLa gran edad, la senilidad (que sólo me permite recordar mis viejas lecturas), el hastío, la terrible enfermedad de Alzheimer? ƑQué diablos atrapé ahora?

Por precaución, antes de correr en busca de médicos especialistas en la materia, quienes sin duda me encontra-rían un buen agujero en la memoria en el caso de no crearlo ellos mismos, me detengo a analizar esos olvidos que, después de todo, no son totales, puesto que de mis lecturas, al menos en los seis meses anteriores, puedo recordar capítulo por capítulo los volúmenes aparecidos de Harry Potter (sin dejar de decirme que caí en el infantilismo), pero también párrafos enteros de la novela metafísica de Chirico, Monsieur Dudron, varios de los poemas de Alvaro Mutis que no necesito releer, pues sus versos se adelantan a mis lectura al abrir el libro.

Por fortuna, mi dudosa memoria me recuerda que me sucede lo mismo con las series televisivas, la información política cotidiana, los programas llamados literarios en los que aparecen autores de todo tipo, las celebridades que fallecen cuando yo las creía enterradas.

Lo más extraño es esto: esos olvidos, convertidos hoy en el fenómeno más común, no parece inquietante a todo el mundo. Por ejemplo, algunos editores, autores, libreros, se regocijan abiertamente. Que los lectores, y otros consumidores, olviden de inmediato es una condición necesaria para que tengan deseos de comprar un ''nuevo" producto. Para las leyes de la sociedad mercantil no existe la piedad. šAl siguiente! Tal es la consigna perpetua. Así, de acuerdo con esta lógica, los autores, más o menos jóvenes, pero que pretenden pertenecer a la ''modernidad" -sin saber bien a bien qué significa- sufren la urgencia de fabricar y entregar su manuscrito al frenético ritmo de las estaciones comerciales y las modas. Fabrican olvidando ellos mismos lo que fabricaron la víspera. Es normal que sus lectores olviden tan rápido como ellos. Hubo la moda de los libros sobre tal o cual presidente, sobre el sida, sobre temas que parecían retener la atención pública, siempre cambiantes... ƑQuién los recuerda?

Hace algún tiempo que la noción de literatura ha sido sustituida por la de best-seller. En los periódicos, incluso en aquéllos que se pretenden ''literarios", la rúbrica más considerada no es la de los críticos, sino la de las ''mejores ventas". Una simple columna lacónica, pero significativa: escrita en cifras como la cuenta de un restorán. Hoy se anuncia el tiraje inicial de las memorias de Bill Clinton: un millón y medio de ejemplares. El adelanto de los derechos recibidos por ''el autor": varios millones de dólares. Cifra digna del lanzamiento de una superproducción hollywoodense. Similar en varios aspectos, puesto que el término de autor es ambiguo: la fabricación se realiza por personas diferentes a la que firma e imprime su nombre en la portada. Cabría preguntarse, si vale la pena interrogarse en tal caso, si se trata verdaderamente de un ''libro". Sí, como objeto, pero sólo como tal. Así, existen objetos, sin verdadero autor, presentados como libros, lo que no son exactamente y que deben su existencia a la perspectiva de la venta. En fin, una industria, lejos de la artesanía y el noble oficio del mejor orfebre -como bien dijo Ezra Pound al dedicar sus Cantos.

Decididamente, los olvidos tienen la razón. Qué buena suerte la amnesia.

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