México D.F. Martes 6 de julio de 2004
No existen condiciones propicias para la candidatura
presidencial de la primera dama, dice
Renuncia Durazo, inconforme con pretensiones dinásticas
de Los Pinos
Rechaza que se pretenda decidir desde el gobierno quién
debe ser el próximo mandatario y quién no
ROSA ELVIRA VARGAS
Alfonso Durazo Montaño dejó ayer la triple
responsabilidad que tenía en Los Pinos, y que lo ubicaban como uno
de los hombres de más cercanía y ascendente sobre el presidente
Vicente Fox. En un largo texto lanzó fuertes señalamientos
a las pretensiones políticas de Marta Sahagún, aseguró
que los mexicanos tienen ''nula tolerancia'' a las tentaciones dinásticas
y que si bien el país está preparado para que una mujer llegue
a la Presidencia de la República, no lo está sin embargo
''para que el Presidente deje a su esposa de presidenta''.
Además
llamó a la Presidencia de la República a cerrar el capítulo
de la confrontación para evitar que las instituciones se contaminen
con el conflicto político a niveles que resulten irreversibles.
Sin mencionarlo por su nombre se refirió al conflicto con el jefe
de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, en dos
frases claves.
En las urnas o en las calles
En la primera enfatizó que ''pretender decidir
desde el gobierno quién será el próximo presidente,
como quién no debe ser el próximo presidente, fue el pecado
original del viejo régimen''. En la segunda expresión, y
como parte del paralelismo que en varios pasajes ubicó con las prácticas
políticas del pasado, Durazo advirtió: ''Si no hay legalidad,
equidad, democracia y arbitraje presidencial imparcial, la disputa electoral
de 2006 podría llegar a convertirse en una repetición de
las viejas y nocivas rondas de desconfianza sobre los resultados electorales.
Y si las elecciones no se resuelven en las urnas, se van a resolver en
las calles''.
Para no dejar duda de cuáles fueron sus principales
puntos de conflicto con el gobierno al que ayer renunció, Durazo
resaltó su percepción de que actualmente hay iniciativas
que, si bien válidas, ''violentan coyunturalmente todos los esfuerzos
de coordinación y acuerdo político, y nos llevan a perder,
como país, lo más por lo menos. Además, no todos creen
que atrás de todo este espectáculo jurídico-político
que estamos padeciendo la situación es moralmente transparente''.
Si bien tampoco se refirió específicamente
a Marta Sahagún en las 19 cuartillas de su misiva, el ex secretario
particular y ex vocero de la Presidencia no dejó espacio a la interpretación.
Así, expuso que es necesario despejar dudas sobre el liderazgo en
la titularidad del Poder Ejecutivo, y encarar el reto que ''inicia por
asumir que el poder presidencial es constitucionalmente indivisible y,
en consecuencia, acabar con la idea cada vez más generalizada de
que el poder presidencial se ejerce en pareja''.
Suscrita con fecha 22 de junio para, menciona desde el
inicio, surtir efectos a partir de ayer, 5 de julio, la carta fue distribuida
por una secretaria de su oficina, precisamente afuera del salón
Adolfo López Mateos de Los Pinos, luego de una ceremonia con las
fuerzas armadas que encabezó Vicente Fox. De inmediato se prohibió
que las instalaciones de la sala de prensa de la casa presidencial y su
personal participaran en su difusión, reproducción o envío.
Se dijo que esa orden vino de ''muy arriba'', pues resultaba inadmisible
el uso de medios oficiales para dar cauce a un escrito que atacaba frontalmente
al jefe del Ejecutivo.
La carta de renuncia se reproduce enseguida:
Lic. Vicente Fox Quesada, Presidente Constitucional de
los Estados Unidos Mexicanos:
Después de superar uno de los mayores dilemas éticos
de mi vida sobre los términos en los que debo interpretar la lealtad
con mi jefe, mis convicciones políticas y mi país, me permito
presentar a usted mi renuncia al puesto de secretario particular, con fecha
5 de julio próximo. Le solicito que dicha renuncia pudiera surtir
efectos administrativos inmediatos, en el entendido de que estaré
atento de tiempo completo para dar paso oportuno al nombramiento de mi
sucesor y concluir debidamente el proceso administrativo de entrega-recepción.
Le comunico esta decisión con ánimo sereno,
sin fatiga, pero con realismo. Todo tiene un límite y esta etapa
ha llegado a su fin. No llegué a este proyecto por casualidad ni
quiero quedarme por inercia. Tengo una visión diferente para entender
los acontecimientos, y mi razonamiento está cada vez más
fuera de toda lógica al interior de Los Pinos. En consecuencia,
no entiendo ni comparto muchas decisiones, y resultaría desleal
oponerme, o incongruente si las apoyase sin estar de acuerdo con ellas.
En esas circunstancias, prefiero reconocer la realidad que recurrir a la
mediocridad para sobrevivir. Ese es el hecho que me mueve en primer lugar
para tomar esta decisión, que he retrasado tanto como he podido
con el propósito de sustraerla de un ánimo de coyuntura.
Sé que con frecuencia se interpretan con demasiada
simplicidad las motivaciones de quienes nos dedicamos a la política,
sin embargo, me mueve una convicción para la que no es estímulo
la expectativa de un cargo. He vivido altas y bajas en mi vida pública
que me han enseñado que a veces hay que saber irse a casa con dignidad.
Todo en la vida es una lección y esta experiencia
como secretario particular no ha sido la excepción. Más que
una extraordinaria experiencia ha sido una incursión en la historia;
una oportunidad para observarla de cerca y complementar mi visión
con el antes y el después de la alternancia.
Como hombre de vocación constructiva que soy, esta
renuncia no me convertirá en un francotirador temerario una vez
fuera del equipo, mucho menos en un infidente. Me voy sin motivos de reproche
para el gobierno y sin espacio para la descortesía con ninguno de
sus miembros. Al contrario, conservaré razones de gratitud y reconocimiento
para todos, particularmente para usted, convencido de su estilo político
noble y su espíritu generoso; de la sinceridad y la buena fe que
definen sus valores básicos.
Comprometido con los valores de un político formado
para servir al Estado, me conduje en la Secretaría Particular con
una visión libre de sectarismos, me esforcé en distinguir
siempre entre una relación personal y una responsabilidad institucional.
Trabajé por igual con quienes tengo coincidencias que diferencias
políticas o ideológicas, y jamás mal aproveché
la oportunidad de acercarme al oído presidencial para intrigar.
Desde que me incorporé a su equipo de trabajo me
propuse ser un hombre del Presidente, me desempeñé sin agenda
personal y con neutralidad frente a todo tipo de intereses. Traté
de estar siempre por encima de la contingencia política; también
por encima de la búsqueda del incentivo individual. Así lo
hizo también mi equipo, cuyo talento me estimuló profundamente.
Por ello, mi agradecimiento para aquellos que formaron filas en ese equipo
capaz, leal e institucional que me acompañó durante estos
casi cuatro años. Mi agradecimiento también para todos aquellos
que hicieron posible un mejor cumplimiento de mi responsabilidad, particularmente
desde los medios de comunicación.
Le pido me permita aprovechar la ocasión para reiterar
a usted algunas reflexiones. Dada la complejidad de los temas, le solicito
me permita abordarlos sin abstracciones:
Valoro como una oportunidad histórica haber dado
mi contribución política a la causa de la alternancia, episodio
insigne del México contemporáneo. Sin embargo, no puedo ocultar
ahora mi percepción de que el poder nos ha alejado crecientemente
de los valores, principios y compromisos que la impulsaron. Es mi convicción
que en los intereses políticos de coyuntura hemos extraviado el
objetivo inicial de aquel proyecto político -basado en el espíritu
plural e incluyente que debe guiar todo proceso de cambio-, sintetizado
con toda claridad en su discurso de toma de posesión.
Decíamos entonces que el reto esencial del proceso
de cambio actual era ejercer el poder público y jugar en la arena
política bajo el paradigma de una nueva ética pública.
En consecuencia, no podíamos seguir viendo el poder como un fin
en sí mismo ni asumir la línea ética de que el fin
justificaba los medios.
La alternancia rompió el molde de esa vieja cultura
política. No lo reconstruyamos, particularmente en la conducción
del proceso de sucesión presidencial. El ciudadano rechaza instintivamente
aquellos viejos modos políticos y reclama las reglas de un juego
limpio. Por ello es rechazable la eventual participación del gobierno
en el proceso de sucesión, porque va a contrapelo de la ética
del cambio. Pretender decidir desde el gobierno quién será
el próximo presidente, como quién no debe ser el próximo
presidente, fue el pecado original del viejo régimen.
Haciendo abstracción de que el desenfreno de dicho
proceso ha operado en contra de una mayor eficacia política del
gobierno, me centro en mi convicción de que en el tema de la sucesión
presidencial el gobierno está actuando más bajo la lógica
histórica del viejo sistema, que la lógica de una etapa de
transición. Ello explica muchas de las tensiones que conocemos en
el país, que amenazan a veces con hacerlo estallar.
No comparto una visión apocalíptica del
presente; sin embargo, es un error minimizar la complejidad de las circunstancias.
Debemos asumir que éste es un momento difícil para el país,
y que, de seguir como vamos, son previsibles tiempos políticamente
aún más complejos. No me alarma la intensidad del debate,
sino la confrontación política. Se percibe un ambiente de
confusión y tensión crecientes en el que todas las facciones
políticas tocan tambores de guerra. Ello nos ha llevado a una especie
de agotamiento colectivo, a un ¡ya basta!
Nada en principio podrá opacar el mérito
histórico de haber culminado exitosamente la lucha por la alternancia.
Hay, además, muchos logros irrefutables del gobierno, y es legítimo
sentirse satisfecho de ellos; no obstante, es imprescindible ver la realidad
en forma más objetiva. La ola de esperanza derivada del cambio está
ya de regreso. Incertidumbre ante el futuro es hoy el sentir ciudadano.
Ciertamente, no podrá hacerse una evaluación completa sobre
el desempeño de este gobierno, sino con una perspectiva histórica;
sin embargo, entre la algarabía de reproches y señalamiento
de todos contra todos, se despeja cada día con mayor claridad la
incógnita sobre cómo será su fin.
Sé que el entusiasmo y la preocupación han
alternado siempre en el ánimo social de todo proceso de transición;
sin embargo, es necesario restituir tranquilidad al ambiente político;
cerrar el capítulo de la confrontación, para evitar que las
instituciones se contaminen con el conflicto político a niveles
que resulten irreversibles. Más grave aún si asumimos que
este proceso de descomposición política que estamos viviendo
se atribuye cada vez más a los tiempos de democracia que hoy conoce
el país.
Es imprescindible revertir la percepción social
de que la democracia puede llevarnos a la degeneración del Estado
y que es una de las causas fundamentales del deterioro político
de nuestras instituciones. El gobierno no es responsable, por supuesto,
de haber causado todos los conflictos políticos que hoy conocemos
en el país; sí lo es, en cambio, de evitar que la descomposición
política se asiente entre nosotros como un fenómeno insalvable.
En caso contrario, podríamos terminar por fracturar un ambiente
político ya de por sí enrarecido. No olvidemos lo ocurrido
en Argentina. Fernando de la Rúa llegó a la Presidencia con
altísimos niveles de apoyo social; empero, el paulatino desencuentro
con los principales actores políticos terminó por dar paso
a una crisis inmanejable.
Es mi convicción que el enrarecimiento del ambiente
político nacional está íntimamente vinculado con el
proceso de sucesión. En consecuencia, su restauración reclama
tener muy claro cuál es la responsabilidad del Estado y del gobierno
en su conducción.
Históricamente, la sucesión presidencial
ha sido una carrera de obstáculos, con mayor razón ahora
en plena democracia. Debemos asumir que dicho proceso no es ya más
un simple asunto electorero o de popularidad, sino un tema que tiene que
ver con la estabilidad del Estado y la solidez de sus instituciones. Por
ello, no podemos dar curso a nuestros afectos y desafectos personales en
su conducción.
El peligro principal del proceso de sucesión no
está, pues, en quién llegue a la Presidencia de la República,
sino en cómo llegue. Si no hay legalidad, equidad, democracia y
arbitraje presidencial imparcial, la disputa electoral del 2006 podría
llegar a convertirse en una repetición de las viejas y nocivas rondas
de desconfianza sobre los resultados electorales. Y si las elecciones no
se resuelven en las urnas, se van a resolver en las calles.
Muchos mexicanos que luchamos por darle un vuelco a la
historia para vivir en democracia, no nos resignaríamos a que la
democracia sea una experiencia frustrada. Vemos en este sentido que la
contienda electoral del 2006 constituirá la prueba de fuego de la
nueva era democrática de nuestro país, y que si no es conducida
con apego a los valores y principios de la democracia, la alternancia podría
quedar como un mero accidente de nuestra vida política. Ante esa
eventualidad, el juicio de la historia sobre este Gobierno será
implacable.
En una sociedad democrática, el gobierno es un
instrumento del Estado, en consecuencia, no trabaja para ganar elecciones
ni su función es la de agente electoral de partido o aspirante alguno.
El gobierno debe reafirmar en esta hora su carácter de representación
del Estado mexicano, es decir, del conjunto de la Nación, para asegurar
que el impulso democrático derivado de la alternancia sobreviva
al arribo de cualquiera de los contendientes que los mexicanos hayamos
decidido votar mayoritariamente en las urnas. Tal objetivo reclama un Presidente
de la República neutral respecto al proceso de sucesión;
sin embargo, hoy no se le acepta como un árbitro político
imparcial, porque se asume que es parte interesada en la contienda, circunstancia
que se usa como razón o pretexto para justificar la baja institucionalidad
de otros actores políticos que se resisten a la legalidad.
Por el bien del país, el Presidente de la República
no puede tener proyecto político después de gobernar. El
Presidente debe salirse del campo de juego y tomar el silbato de árbitro;
debe desplazarse completamente hacia su condición de jefe de Estado
y asumir el rol de conciliador que corresponde a tal condición;
debe ser una voz unificadora y motivadora capaz de rehacer el consenso
nacional, que actúa no sólo en un marco de legalidad, sino
de ética política.
En ese contexto, no puedo hacer abstracción de
las implicaciones de la incursión de la primera dama en el inventario
de eventuales aspirantes a la candidatura presidencial de Acción
Nacional.
Valoro que si bien hay condiciones para lograr la continuidad
del PAN como partido en el poder, no existen, en cambio, condiciones propicias
para la candidatura presidencial de la primera dama. Ciertamente el país
ha avanzado políticamente; tanto, que está preparado para
que una mujer llegue a la Presidencia de la República; sin embargo,
no está preparado para que el Presidente deje a su esposa de presidenta.
Obsesionados con su popularidad no percibimos aún las eventuales
consecuencias. De ese coqueteo político derivan muchos de los desencuentros
que hoy conoce el país. De hecho, las reacciones más agudas
contra el gobierno están conectadas con lo que muchos consideran
una actitud permisiva del Presidente a las eventuales aspiraciones presidenciales
de su esposa, cuyos apoyos al titular del Ejecutivo vulneran, contradictoriamente,
su autoridad.
La equidad es una condición de los sistemas democráticos
que, evidentemente en este caso, no quedaría satisfecha. No obstante
la gravedad del señalamiento, ése no sería el problema
mayor: por razones históricas es nula la tolerancia de los mexicanos
a tentaciones dinásticas. Por tanto, no me sorprendería que
las reacciones llegaran, incluso, a la violencia política. Diría
algo más: sus eventuales aspiraciones presidenciales pueden tener
posibilidades políticas, pero no tienen ninguna posibilidad ética.
En consecuencia, no es sensato sucumbir a los embates
mediáticos que engrandecen, fundamente o no su imagen personal.
Tampoco lo es ser condescendiente con tales aspiraciones cuando ese hecho
plantea un serio riesgo para el orden del proceso de sucesión.
En ese contexto, veo imprescindible redefinir el rol presidencial
en el proceso de sucesión, antes de que los niveles de confrontación
política terminen por rebasar nuestra capacidad para procesarlos
institucionalmente. En caso contrario, podemos llegar sumamente descompuestos
al 2006. El país no lo merece.
Coincido en que a los mexicanos nos urge poner fin a las
impunidades de todo tipo; en que hay que enfrentar tenazmente a las fuerzas
e intereses que pretenden atarnos a las inercias y prácticas del
pasado; sin embargo, no todo lo que está bien es conveniente; no
en este momento al menos. Es necesario ver los riesgos ocultos de la dinámica
de confrontación que estamos viviendo y dosificar la apertura de
frentes.
No es posible abordar todos los pendientes históricos
y mucho menos al mismo tiempo. Hay iniciativas que, no obstante su validez,
violentan coyunturalmente todos los esfuerzos de coordinación y
acuerdo político, y nos llevan a perder, como país, lo más
por lo menos. Además, no todos creen que atrás de todo este
espectáculo jurídico-político que estamos padeciendo
la situación es moralmente transparente.
Hoy lo primero que debemos hacer todos es bajar las armas;
aflojar la cuerda del arco e impulsar un ambiente político más
ordenado. En ello, por su naturaleza y fines, el gobierno está obligado
a ser mano. Si bien la opinión pública no simpatiza con una
oposición con vocación permanente por la confrontación,
tampoco lo hace con un Ejecutivo beligerante.
Por ejemplo, es prácticamente imposible ser exitoso
en una estrategia de confrontar al Congreso cuando está viviendo
con autenticidad, por primera vez en la historia, la separación
de poderes. Es necesario aceptar que la posibilidad de sacar adelante una
iniciativa en un Congreso sin mayoría radica más en la política
que en la correlación de fuerzas. Cuando la correlación de
fuerzas es adversa, más que el cálculo numérico, todo
queda sujeto a la capacidad de negociación y maniobra política.
No obstante los desencuentros políticos; aún
más, precisamente por los desencuentros políticos, es necesario
refrendar nuestra fe en la política. Los conflictos que estamos
viviendo en el país no desacreditan a la política, tan sólo
nos señalan que hay que hacer mejor política. Ello obliga
a desafiar a los adversarios con honestidad para meternos en la lógica
de la confianza, porque en política, sin confianza, nada es posible.
Por ello, no obstante que hasta hoy no ha sido del todo eficaz, debemos
seguir insistiendo en la vía del diálogo y la negociación
para reconstruir las relaciones políticas, y a partir de ellas un
puente de aquí al 2006. Sin él, el país no podrá
avanzar.
En el contexto de estas reflexiones me resulta también
obligado abordar el tema de la necesidad de despejar dudas sobre el liderazgo
presidencial. Nuestra cultura reclama una Presidencia fuerte; sin embargo,
no se trata de plantear la restauración de las viejas atribuciones
presidenciales de carácter metaconstitucional. Desde mi punto de
vista, este reto inicia por asumir que el poder presidencial es constitucionalmente
indivisible y, en consecuencia, acabar con la idea cada vez más
generalizada de que el poder presidencial se ejerce en pareja.
En la misma línea, debo decir que es un error confundir
la permisividad con la gobernabilidad democrática. La democracia
también tiene reglas y se percibe claramente que se están
vulnerando. Tenemos que proyectar la idea de que la fuerza legítima
del Estado existe y que la sabemos usar.
Tenemos, también, que dar la impresión de
mayor mando, coordinación y disciplina en el gobierno. Con frecuencia
se nos señala que hay un equipo desalineado, con colaboradores cantando
fuera del coro; que muchos procesos están organizacionalmente rotos
y que son las reglas del azar las que construyen las coincidencias al interior
del gobierno. Esa falta de coordinación ha terminado por confrontar
a varios de los miembros del gabinete por encima de sus relaciones personales.
Ello hace imprescindible replantearse la concepción casi autónoma
de las dependencias.
Tenemos que entender de otro modo la comunicación
social del gobierno. Parto en el tema de una autocrítica básica:
es un clamor en susurros que la comunicación social gubernamental
ha estado históricamente mal manejada, y que nos está derrotando
a todos. Asumo sin regateos la cuota de responsabilidad que me corresponde
en el progresivo deterioro de la imagen de la que hoy goza el gobierno,
no obstante que no fueron cumplidas ninguna de las diez condiciones inherentes
a la eficacia del área de comunicación social, aprobadas
por usted antes de mi nombramiento.
Es necesario cerrar el juego de vencidas con la popularidad
diaria para superar la visión cortoplacista en la que nos estamos
moviendo. Para comenzar, si queremos más comprensión de los
medios, tenemos que darles más y mejores explicaciones; explicar
no sólo lo que queremos sino por qué lo queremos. Debemos
cancelar ese sistema de señales tan complaciente que nos ha llevado
con demasiada frecuencia a sobredimensionar los logros del gobierno, con
la consecuente erosión de su credibilidad. Ciertamente, si la comunicación
funciona, no necesariamente funciona todo lo demás.
Como ha podido ver, en este documento hay muy poco que
no haya compartido con usted en algún otro momento de mi estancia
en la Secretaría Particular. Dejo de nuevo en sus manos estas reflexiones
que es cada vez más difícil expresar, sobre todo por los
riesgos de las interpretaciones sesgadas o simplificadas, en las que una
opinión diferente se considera una deslealtad o bien un desafío
a la autoridad. Parto de la convicción de que la lealtad no está
en la coincidencia, sino en la honestidad; también de la experiencia
que nos dice que siempre se ha podido confiar más en quien expresa
abiertamente sus diferencias que en quien las calla.
He tomado, por razones obvias, los ejemplos que muestran
las contradicciones extremas en nuestras visiones. No pretendo señalar
que la suya pudiese estar equivocada. Entiendo que el gobierno no tiene
por qué conducirse bajo mi visión; sin embargo, la diferencia
tan profunda entre ellas me lleva a un nivel de contradicción tal
que agota mis posibilidades de continuar aportando desde la secretaría
particular.
Dada la nobleza que lo caracteriza, entiendo la reacción
que estas reflexiones pueden generar en usted; sin embargo, no pretendo
que este texto se constituya en un acto de irreverencia, sino de reflexión
sincera al que me obliga un elemental sentido de congruencia. Lo hago con
la intención de llamar su atención de la manera más
honesta y dramática que me es posible sobre estos temas; lo hago,
también, en cumplimiento del compromiso que hice con usted cuando
asumí la secretaría particular. Le dije entonces que, por
razones de principios, estaría con lealtad plena al servicio de
su causa, pero que lo haría con una lealtad crítica, es decir
honesta. No quiero faltar a ese compromiso.
Convencido de que no hay causa sin principios, reafirmo
mis fidelidades esenciales con los valores políticos que impulsaron
la alternancia. Frente a la decisión que hoy le comunico, reafirmo
sin ambigüedades mi compromiso con el éxito del proceso de
cambio y la consolidación del avance democrático de nuestro
país.
Atentamente
Alfonso Durazo Montaño
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