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México D.F. Lunes 12 de julio de 2004
LOS REPRESORES BUSCAN AMPARO
De
acuerdo con información obtenida por este diario, el ex presidente
Luis Echeverría Alvarez y dos de sus ex colaboradores -Mario Moya
Palencia, quien fungiera como secretario de Gobernación, y Julio
Sánchez Vargas, ex procurador federal- solicitaron amparo contra
la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos
del Pasado (Femospp), con el propósito de evitar que esa dependencia,
encabezada por Ignacio Carrillo Prieto, los consigne penalmente por su
participación en la masacre del 10 de junio de 1971.
Dejando de lado, en la medida de lo posible, los formulismos
legales del caso, el argumento de fondo de la petición de amparo
es que el grupo paramilitar conocido como los halcones, que ese
día llevó a cabo la violenta represión de una manifestación
estudiantil, no estaba bajo el mando de la Secretaría de Gobernación
ni del Estado Mayor Presidencial. El extinto Alfonso Martínez Domínguez,
quien por ese entonces se desempeñaba como regente del Distrito
Federal, negó que el grupo de matones hubiese pertenecido al gobierno
capitalino; la Secretaría de Seguridad Pública federal, por
su parte, afirma en un oficio que los halcones no dependían
tampoco de la Dirección General de Policía y Tránsito
de la ciudad.
El propósito de la maniobra es claro: desvanecer
la estructura de mando en la que se encuadró el grupo paramilitar
para, de esa forma, desaparecer las responsabilidades penales de los ex
funcionarios señalados como responsables intelectuales de la masacre
del 10 de junio y lograr, por esa vía, la preservación de
la impunidad de la que disfrutan desde hace 33 años.
No había, parece decir el recurso de amparo, ninguna
relación entre el gobierno que presidió Luis Echeverría
y los halcones, y que la sociedad piense lo que quiera: que los
asesinos materiales no tuvieron nada que ver con el gobierno y que las
autoridades del país no conocieron su existencia. Este intento de
los antiguos jerarcas priístas de eludir la acción de la
justicia acaba por parecerse, en suma, al discurso oficial de aquella época,
cuando se afirmó lisa y llanamente que el grupo paramilitar no existía.
Sin embargo, varias personas fueron asesinadas a mansalva
aquel día, existen numerosos testimonios de la actuación
criminal de las autoridades, incluido el de un ex integrante del grupo
represivo, y el hecho incuestionable de que Luis Echeverría Alvarez
era, por ese entonces, el responsable máximo del Estado Mayor Presidencial,
del Departamento del Distrito Federal, de la Secretaría de Gobernación,
de la Procuraduría General de la República y del resto de
las dependencias que pudieron haber tenido alguna injerencia en los cruentos
acontecimientos. Es irrebatible, también, que Mario Moya Palencia
era el coordinador del gabinete presidencial y responsable de la política
interior y de la seguridad pública y que, si no ordenó la
masacre, debió cuando menos impedirla. Hay el dato indiscutible
de que Julio Sánchez Vargas, en su carácter de procurador
general de la República, debió esclarecer de oficio los asesinatos
y las lesiones que dejó la represión. Es pertinente y necesario,
por ello, que esos tres ex funcionarios respondan ante un tribunal por
las responsabilidades que les correspondan.
Por lo demás, las imputaciones contra ésos
y otros servidores públicos de hace tres décadas deben ampliarse
a muchos más asuntos que la masacre del jueves
de corpus: las desapariciones forzadas, las torturas y las eje- cuciones
extrajudiciales de cientos de luchadores sociales y políticos, guerrilleros
y personas sin ninguna vinculación con la política. En vez
de buscar amparos, quienes son señalados públicamente como
culpables de crímenes de lesa humanidad deberían tener el
valor civil de acudir ante un juez a exponer lo que a su interés
convenga. Para ello disponen del pleno respeto a sus garantías individuales,
un respeto que ellos, desde el poder, negaron a incontables ciudadanos.
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