México D.F. Martes 20 de julio de 2004
Trascendió a la historia sin pasar por
el tamiz de los medios de comunicación
Murió Carlos Kleiber, el último gigante
de la dirección orquestal
El temperamento, la pasión y el mito definen
el perfil del legendario músico nacido en Berlín hace 74
años El maestro eligió la experiencia única e irrepetible
de los conciertos en vivo
PABLO ESPINOSA
El director de la Opera de Viena, Ioan Holender dio apenas
ayer la noticia: ''Hemos perdido al director más grande de la época
contemporánea".
Seis días antes en Ljubljana, Eslovenia, falleció
Carlos Kleiber, el último de los grandes maestros de la dirección
orquestal, el único que resistía el adjetivo de ''genial"
en su desempeño y que construyó su inmortalidad como un ser
legendario en función del temperamento, la pasión y el mito.
Ninguna de las grandes batutas del mundo se aproxima a
la estatura colosal de Carlos Kleiber. Su único rival, contrapeso,
equivalente, era el rumano Sergiu Celibidache (1912-1996).
Las grandes figuras del podio, además, tienen hoy
por hoy sobre de ellos el fardo pesado del marketing y la sobrexposición
en los medios.
Kleiber mantuvo hasta el último suspiro una intimidad
estrecha, que a muchos parecía exagerada. Incluso su muerte fue
el secreto mejor guardado durante una semana entera.
De la química a la alquimia
Este
lunes 19, la agencia de noticias eslovena STA dio a conocer, con autorización
de sus familiares, que Carlos Kleiber murió el 13 de julio, a los
74 años, en Konjsica, en el este de Eslovenia, la patria de su madre.
Su padre fue a su vez otro de los grandes directores de
orquesta en el estilo más estricto y clásico y a escala también
de leyenda: Erich Kleiber (1890-1956).
La efeméride del 13 de julio será recordada
siempre en el medio musical, pues es la misma fecha de nacimiento del músico,
aunque algunas fuentes lo ubican el 20 y otras más el 3 de julio
de 1930.
Pero de acuerdo con fuentes familiares, Kleiber murió
el mismo día que nació, exactamente 74 años después,
hecho que añade un elemento más a su leyenda.
Carlos Kleiber nació en Berlín, el 13 de
julio de 1930 pero creció en Buenos Aires, donde su padre aceptó
un contrato luego de renunciar como director de la Opera de Berlín,
en 1935, en protesta por la política de los nazis.
A los 22 años debutó en aquella ciudad,
como músico argentino, pues había perdido con su padre la
nacionalidad austriaca tras el acoso nazi. Fue hasta 1980 que se le restituyó
su nacionalidad original.
Erich Kleiber imaginaba a su hijo haciendo química
en vez de alquimia, de modo que lo envió a Zurich para que estudiara
Química, pero la sabia necedad hizo de Carlos Kleiber ''el mejor
director de orquesta después de Arturo Toscanini", según
la crítica. Y nunca hizo química en los laboratorios, a menos
que la combustión de adrenalina con sentimientos fuese considerada
por la industria farmaceútica como fuente de energía, y entonces
las salas de conciertos estarían repletas siempre.
Sitiado por los epítetos
De Erich Kleiber continuó su hijo Carlos en el
podio convicciones y talento. Pero éste se hizo temperamental a
la manera de Lord Byron, Oscar Wilde o Marlon Brando. Difícil, intratable,
tiránico, especial, volcánico... Los epítetos lo sitiaron
siempre.
En el podio era un Dios. Esa supuesta tiranía no
era otra cosa que el rigor absoluto y la concentración que pedía
de sus músicos en cada partitura. Era el tipo de músico que
pasa a la historia sin pasar por los medios de comunicación. Es
la última figura legendaria a la manera de Toscanini, Furtwaengler
y Celibidache. Mitos verdaderos.
A diferencia de Glenn Gould (1932-1982), quien es el mejor
pianista de la historia y que a los 22 años decidió no dar
nunca más un concierto en público y se encerró a legarnos
su obra en discos, Carlos Kleiber eligió la magia de la experiencia
única e irrepetible de los conciertos en vivo.
Por eso sus grabaciones discográficas son escasas
y valuadas en el equivalente al oro molido a punta de metáforas.
Era sobre el podio que ocurría el milagro de la música, una
vez y para siempre.
En México tuvimos el privilegio de participar en
una de estas epifanías, pues en abril de 1981 y al frente la Filarmónica
de Viena, Kleiber convirtió el Teatro Juárez de Guanajuato
(cuando al Festival Cervantino sí se le otorgaba presupuesto) en
una auriga olímpica que nos transportó -y luego haría
lo mismo con la sala Ollin Yoliztli en la ciudad de México- a los
confines de la metafísica con una versión inenarrable de
la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Su último concierto ocurrió en febrero,
hace un lustro, en Cagliari, Cerdeña, con la puesta en vida y en
epifanía de las sinfonías Cuarta y Séptima
de Beethoven.
El maestro de la dialéctica tensión/distensión,
el alquimista que convertía en un santiamén, entre fusa,
corchea y semifusa, las emociones humanas más complicadas en la
más bella de las pasiones merced al influjo sonriente y soleado
de la adrenalina haciendo combustión con la sangre y la savia, el
último de los grandes verdaderamente grandes de la batuta, dejó
de existir 74 años después de que lloró por vez primera.
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