México D.F. Jueves 29 de julio de 2004
Paco Ignacio Taibo II/I
Las fotos: 10 de junio de 1971
Durante 30 años, las dos cajas de papel fotográfico de Kodak nos fueron acompañando a Paloma y a mí en las mudanzas, saliendo primero del refugio donde las habíamos escondido, viajando a nuevos escondites, luego simplemente formando parte del montón de cosas que hacen nuestra historia colectiva y que nos siguen fielmente. Eran las fotos del 10 de junio que habíamos usado en la segunda edición de un cortito de súper 8. Ni siquiera la labor de recolección había sido cosa nuestra. La había hecho Enrique Escalona, un excelente camarógrafo y una estupenda persona, que las utilizó en otro corto de súper 8 que creo que se llamaba El año de la rata. Hasta él llegaron más de un centenar entregadas por redes silenciosas y solidarias, algunas de ellas retomadas de periódicos, las más realizadas por autores anónimos. En aquellos días a nadie se le ocurría pedir crédito por una foto, más bien lo contrario. Cuando hicimos una segunda edición de Jueves de Corpus, Enrique me las cedió, y luego se quedaron en casa. Dos cajas amarillas que nos acompañaron a lo largo de 30 años. Creo que llegó la hora de que reaparezcan. No son nuestras. Fuimos accidentales depositarios del trabajo arriesgado y anónimo de decenas de compañeros. Si algo me ilusiona de traerlas a la luz es la posibilidad de que sus autores se identifiquen.
II
Era un jueves, un día gris, amenazaba lluvia. Yo tenía 22 años y estaba muerto de miedo, pero había decidido salir a la calle. A esa edad, yo era uno más de los millares de jóvenes mexicanos que habían aprendido a vivir con miedo. Miedo, Ƒsaben? Ese sudor inexplicable en las manos, esas visiones culpables de amigos de la cárcel, esa pesadilla recurrente en la que te metían la cabeza en un balde de agua sucia. Miedo a un aparato estatal que reprimía, detenía, torturaba, desaparecía, asesinaba. Yo era uno más.
También había aprendido que la función fundamental de los ogros, los que cuentan el cuento de monstruos, los torturadores, era meterte miedo, y había aprendido a vivir con él e impedir que me paralizara.
Las cansadas y madreadas huestes estudiantiles, tras dos años de feroz represión, desgaste, cansancio, cubiertas de afrentas, recién recuperados sus presos políticos, habían decidido volver a la calle.
En las conversaciones de los días previos al 10 de junio todos parecíamos estar de acuerdo: ir a la manifestación significaba jugársela. Como ir a los Sanfermines, pero a lo pinche, esta vez seguro que te cogía el toro. Pero había que salir. Cada uno en conciencia se reunió en la noche con la almohada y tomó la decisión.
No tiene mucho sentido hacer historia para recordar que el movimiento volvía a la calle en apoyo de la lucha estudiantil de Monterrey y en medio de un debate sobre lo que significaba la cacareada "apertura democrática" que había decretado el presidente Luis Echeverría.
Nosotros, siempre ese nosotros de los camaradas más fieles, los mejores amigos, habíamos descubierto en esos días la magia tecnológica sesentayochera, y una docena de amigos organizamos dos brigadas filmadoras para registrar la primera salida a la calle del movimiento que habían tratado de enterrar dos años y medio antes en Tlatelolco.
Al acercarnos al Casco de Santo Tomás, el cerco azul, el cerco gris era imponente. El gobierno estrenaba seis nuevos tanques antimotines, unos monstruos grisáceos que ostentosamente avanzaban desde Melchor Ocampo hacia el Poli. Había bloqueos de granaderos sobre Río Consulado y San Cosme. Cientos, miles de los más odiados y anónimos granaderos, las macanas del gobierno, los perros del sistema. Aun así los manifestantes nos fuimos infiltrando. Tímida, persistentemente. Reconociendo aquí y allá al grupito que simulando haberse perdido en el Distrito Federal avanzaba hacia la tierra prometida, a las chavillas que en la bolsa del mandado no podían ocultar la manta, a los descamisados preparatorianos.
Al pasar frente al cine Cosmos, Belarmino, debe haber sido él, porque le encantaba ese tipo de humor negro, hizo notar que anunciaban una película llamada: 24 horas de fuego. "Agárrense, culeros", creo que dijo.
La primera gran sorpresa fue descubrirnos muchos, muchos. En los jardines de las afueras del Casco de Santo Tomás se combinaba el jolgorio con la cautela. No menos de 10 mil se habían atrevido. Si la manifestación no era reprimida y se desplegaba, Ƒcuántos llegarían al Monumento a la Revolución? Porque, como siempre, muchos habían elegido el sumarse en el trayecto.
Creo recordar que a las 5 de la tarde, minutos más o menos, los contingentes comenzaban a concentrarse en la calle Carpio. Iban en la vanguardia la prepa pop y Medicina de la UNAM. Saludos y reconocimientos. Las figuras de varios de los presos políticos recién salidos de la cárcel, los que no nos habíamos visto desde las últimas movilizaciones del 68. De nuevo.
Finalmente la marcha comenzó a desplegarse por la avenida de los Maestros, en lugar de la paralela Río Consulado por donde originalmente se había acordado marchar, pero que era donde estaban concentrados los granaderos con sus seis nuevos tanques antimotines. Nuevamente creo recordar que a las cinco y cinco (memoria pendeja, que ha fijado fielmente las horas con todo y los minutos 30 años más tarde), con una hora de retraso respecto a lo programado, salimos. Era lo habitual en puntualidad de manifestaciones. Las brigadas filmadoras dejamos pasar a los primeros grupos y nos unimos con el contingente de la Escuela Nacional de Antropología.
No sé si es la memoria o la falsa memoria que surge de las fotos, la que me transmite una sensación de día de campo, de fiesta apacible. Se había logrado concentrarse, la adrenalina bajaba, ya estábamos marchando, éramos muchos.
En una de las calles laterales, tras la línea de granaderos, se había formado un nuevo cordón de jóvenes con palos. El Cabezón me los señaló haciendo un gesto. Apestaba. ƑQuiénes eran? ƑPor qué los dejaban? Los filmamos. La raza tendía con un mecate un cordón de seguridad entre la manifestación y los granaderos que estaban a unos 20 metros. Todas las calles laterales se encontraban ocupadas. Tras los granaderos se organizaban grupos de civiles. ƑProvocadores? ƑManifestantes a los que no dejaban pasar? Mientras la marcha avanzaba con sus cánticos y comenzaban a sonar las consignas que mandaban a la chingada al gobierno de Luis Echeverría, los vimos en dos de las calles y los filmamos. ƑQuiénes son estos güeyes que se organizan tras las vallas de los granaderos? Estamos encajonados en avenida de los Maestros, con las bardas de la Escuela Normal de un lado y todas las calles laterales bloqueadas.
De repente la manifestación se detiene, una ola de tensión recorre el contingente y llega hasta nosotros. Miradas hacia el frente buscando el qué pasa. Días después escucharía a Marcué Pardiñas contando que los granaderos bloquearon un instante la salida de San Cosme, que un oficial de la policía llamó a la dispersión (Ƒel coronel Manuel Guevara? ƑDe donde sacó el nombre? ƑTraía un megáfono?). Marcué contaba que ese u otro jefe policiaco le dijo entonces que había una concentración de cuates armados frente al cine Cosmos.
La vanguardia gritaba: "šMéxico, libertad! šMéxico, libertad!" Entonces los granaderos se abrieron dejando el paso libre. La inercia de la manifestación empujaba hacia delante. Comenzamos a cantar el Himno Nacional. Los ecos llegaban hasta donde nosotros estábamos, tres o cuatro cuadras atrás sobre avenida de los Maestros.
Fuera que tres años de represiones le habían agudizado a uno el olfato, fuera el azar, de repente se me ocurrió decirle a mis compañeros que deberíamos subir a una azotea a filmar. Nos acercamos a uno de los edificios de avenida de los Maestros y en ese momento se escucharon los primeros disparos por el rumbo de San Cosme.
Luego habíamos de saber que desde una pick up se lanzó una ráfaga sobre el grupo que encabezaba el contingente.
Atrás de nosotros se escuchaban gritos de: "šHalcones!" y "šMorelos!" En el caos, comenzamos a subir la escalera rumbo a la azotea. Una mujer abrió la puerta de su departamento y dijo que allí podían guarecerse mujeres, "sólo mujeres". Mi prima Marián y Lety aceptaron el ofrecimiento. Sergio, Santiago, Pay, Paloma y yo seguimos subiendo. Filmamos desde la azotea a los grupos que corrían por avenida de los Maestros. Nada era muy claro, grupos que corrían, grupos con varas y varillas enfrentándose a otros que parecían de manifestantes y que usaban los palos de las mantas como defensa.
Un grupo de jóvenes con palos de kendo entra por una de las calles laterales gritando: "šViva Che Guevara!" Ahí se les ve que son chafas, nadie de esa manifestación diría Che, todos diríamos "El Che".
Bajo la presión de los que tratan de huir, la barda de la Normal se pandea.
Se escuchaban nuevamente tiros hacia San Cosme. Decidimos cruzar por las azoteas hacia la calle paralela. Recuerdo que hacíamos equilibrio sobre un pretil que tenía 60 o 70 centímetros de ancho y que Paty dijo que ella tenía vértigo y que a empujones la llevamos hasta el otro lado. En la nueva azotea había al menos 20 o 30 compañeros. Al asomarme con la cámara para filmar, desde un edificio cercano un joven con un fusil me disparó sacando cachitos de piedra del reborde de la azotea. No me dio tiempo para pensar lo cerca que había estado, quizá porque no me lo acababa de creer. El grupo se cobijó tras unos lavaderos. Sonaban tiros por todos lados. Y ahora también sirenas.
De repente, un tipo con traje y corbata apareció en la entrada de las escaleras. Parecía un poli.
-Vengan muchachos, aquí los podemos esconder, bajen conmigo.
Luego nos habíamos de enterar que era un miembro del sindicato de pilotos, la ASPA, que condujo a una fila de atemorizados estudiantes hasta el sótano del edificio donde estaba su local sindical. Tenían una sala de juegos, con mesas de ping-pong o de billar. Allá se encontraban sentados en el suelo no menos de 50 compañeros. Entre ellos un adolescente muy muy joven que estaba histérico y que decía que era de la Willie Mays (la Wilfrido Massieu) y que a su hermano lo habían matado en Tlatelolco.
Una hora sentados en el suelo escuchando disparos y sirenas, sin saber lo que estaba sucediendo afuera, pensando lo peor. Por ahí andaba Gilberto Guevara, que acababa de salir de la cárcel, con un grupo de sinaloenses, haciendo una llamada para que vinieran a buscarlo. Los miembros de la brigada filmadora tuvimos una reunión debajo de una mesa de billar y decidimos que había que salir de allí, que si el teléfono al que hablaba Guevara estaba intervenido (y en aquellos años estábamos seguros de que todos los teléfonos estaban intervenidos) aquello se iba a volver una ratonera. Les pedimos a los del sindicato que cuidaran la cámara, y Paloma y Paty se guardaron los rollos en la ropa. Contamos en voz alta hasta tres, cubiertos por el enorme portón de madera, y nos abrieron. La calle iluminada, mercurial, gris, en entreluz, charcos de agua. A unos 20 metros había una fila de granaderos con escudos, una fila pareja color azul, sin rostro, pero no bloqueaban la calle: como si estuvieran allí por casualidad, como si la cosa no fuera con ellos. Avanzamos hacia ellos. Yo pude ver la palidez de Sergio porque no podría ver la mía. Cerca de San Cosme había una ambulancia de la Cruz Roja abandonada, con las puertas traseras abiertas y manchas de sangre en el suelo. Unos disparos se escucharon a lo lejos, un grupo de compañeros corrió hacia nosotros, dudamos, seguimos caminando. Una mujer se asomó a una ventana en una planta baja:
-Sigan caminando, de frente, no volteen para allá.
Tomado de la mano de Paloma, de la misma mano que me protegería tantas veces a lo largo de los siguientes años, crucé el cerco, salimos del cerco. Casi sin atrevernos a mirar hacia los lados, desde luego, sin atrevernos a mirar hacia atrás.
Luego nos contarían que habíamos salido poco antes de que apareciera el Ejército y de que un batallón de paracaidistas acordonara y sellara la zona.
|