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México D.F. Jueves 29 de julio de 2004
Olga Harmony
El bosque
Quizás David Mamet sea más conocido entre nosotros por las películas cuyos guiones escribe o dirige o ambas cosas, que por las ocasionales escenificaciones de su obra teatral. Hace muchos años pudimos ver el equivocado montaje de Perversidad sexual en Chicago que más vale olvidar y algo más reciente, el excelente montaje de Oleana que nos hizo conocer a Iona Weissberg como directora y a Mónica Dione como actriz. La editorial El Milagro ha integrado en sendas antologías de teatro norteamericano Glengarry Glen Ross, premio Pulitzer y también convertida en película dirigida por el autor, y El criptograma. No es mucho, tratándose de uno de los más importantes autores estadunidenses. Ahora Mauricio García Lozano escenifica El bosque, traducida por Berenice García Lozano, de clara influencia pinteriana (Hay que recordar que Mamet nunca ha ocultado su admiración por Harold Pinter, a quien dedica Glengarry Glen Ross, que fue estrenada en Londres por gestiones del autor inglés antes de su montaje en Broadway).
Como en Pinter, en este texto de Mamet lo que se dice y lo que no se dice, pero está transparente en el drama, cobran igual relevancia, así como el refugio en la intimidad ante un exterior que puede o no ser peligroso, aunque los miedos de los protagonistas sean internos y se externen en los cuentos que se narran uno al otro. El título mismo se toma de un relato de la abuela de Ruth, ese bosque en el que parecen ambos perdidos antes de su confesión final. Es una obra enigmática y elusiva que muestra a dos personajes, una mujer entusiasmada por todo y que desea el calor de un hogar con niños ante el fuego de la chimenea y un hombre que rehuye el compromiso, la dificultad de una pareja de conformarse como tal. La mínima anécdota se trasluce más por lo que él calla que por lo que ella dice.
Esta extraña obra acerca de la pareja humana es encarada por García Lozano como un experimento en su escenificación. El refugio en el bosque no existe, como no existen interior y exterior, sólo dos sillones rústicos -uno de ellos extensible- en el que los tiempos -el crepúsculo, la noche y la mañana- se dan por un ligero cambio de ropa, en vestuario de Fabiola Rivera, el cambio de disposición de los sillones y, sobre todo, por la espléndida iluminación de Víctor Zapatero. El director renunció a la escenofonía de Rodolfo Sánchez Alvarado en aras de una mayor austeridad que privilegie al texto y a los actores por encima de los otros elementos.
Las características de ambos personajes son dados por la actitud y por el movimiento. El hombre casi no abandona el asiento -excepto en la muy lograda escena de violencia- y calla más de lo que dice, mientras la mujer habla casi constantemente y se mueve seductora alrededor de su pareja. Aída López muestra una gran sensualidad y logra varios tonos, aunque quizás deba mostrar mayor entusiasmo apasionado por la naturaleza que la rodea en contraste con la pasiva negación del hombre. A Juan Carlos Vives toca el papel más difícil, ya que debe externar temor y desconcierto a base de actoralidad en sus muy largos silencios, la renuncia a la entrega a base de la mera expresión taciturna. Lo consigue con creces, en la mejor actuación que se le conoce.
El experimento de Mauricio García Lozano consta de varias facetas. La primera, es la elección de un texto críptico, pleno de dificultades, casi onírico por los símbolos y los mitos de los relatos de los dos amantes, como dice el propio autor. La segunda, su apuesta a un teatro austero, sin mayores apoyos para los actores a los que casi inmoviliza, sobre todo a Juan Carlos Vives, cuya elección para un personaje tan diferente a los que suele hacer, muy distante de la gracia y el encanto escénico -que a veces ha caído en el exceso- de sus otras actuaciones, puede ser parte del experimento. A veces, la experimentación de algunos directores más bien novatos adolece de graves fallas, sobre todo que se hace con actores poco consumados, aunque sus propuestas pueden ser interesantes. Es por ello que importe mucho que un director joven, pero ya consolidado, busque nuevos caminos a su expresión teatral y logre interesar en su riesgo a profesionales como Aída López y Juan Carlos Vives en un montaje muy alejado de cualquier cálculo comercial.
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