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México D.F. Viernes 30 de julio de 2004
Gilberto López y Rivas
šSandino vive!
Al cumplirse 25 años del triunfo de la Revolución Popular Sandinista, una nostalgia abrumadora se apodera de quienes en particular tuvimos la oportunidad de compartir esa singular aventura que protagonizó el pueblo de Nicaragua. Un análisis objetivo, no exento de sentimientos contradictorios, lleva a coincidir con algunos de sus participantes que, a partir del estudio de los procesos que llevan a la derrota electoral de 1990 y la situación socioeconómica que en 14 años hizo de Nicaragua el país más pobre del continente, después de Haití, califican a esa revolución como traicionada, o como la revolución que no fue.
Contando que la consabida agresión militar, económica y diplomática del imperialismo estadunidense constituye el factor que conspiró sistemáticamente contra el programa revolucionario, es innegable que el FSLN no tuvo la suficiente fortaleza ética y política ni la capacidad estratégica para conservar el poder en las condiciones que le impusieron la democracia burguesa y la injerencia de Estados Unidos. Habiendo triunfado en el frente militar, con los altos costos materiales, en vidas humanas y sufrimientos, el FSLN perdió las elecciones por sus errores de apreciación sobre el estado de ánimo de las masas y por su alejamiento de sus aspiraciones y demandas reales. Luego vendrían la piñata, el deterioro moral de algunos dirigentes históricos, el abandono de las filas partidistas de intelectuales, poetas y activistas, que por cierto conservan sus ideales sandinistas, y la reconversión del FSLN en un partido inconsistente, secuestrado por el caudillismo y el olvido de principios fundacionales.
Después de la noche de las acusaciones mutuas, trayectorias traicionadas, amarguras y repliegues personales, a 25 años de la entrada a Managua de las fuerzas guerrilleras victoriosas, opto por recordar a la revolución que sí fue: la épica de un pueblo que derrota una dictadura dinástica pro estadounidense, mantenida a sangre y fuego por una guardia de asesinos y torturadores.
Celebrar, por ejemplo, la cruzada de alfabetización que envió por los confines de la geografía nicaragüense a miles de jóvenes a combatir la "oscurana de la ignorancia"; la entrega generosa de esa juventud en el cumplimiento de la tarea encomendada bajo la consigna de "švencimos en la insurrección, venceremos en la alfabetización!''; la adopción de las familias campesinas que los recibían en sus hogares hacinados, escasos de alimentos y comodidades, pero bien aprovisionados de cariño y esperanza; las vicisitudes de la campaña colmada de humor y entrañable amistad. Viene a mi memoria con emoción, en el inicio de las agresiones de la contrarrevolución a los alfabetizadores, la reacción de cólera de sus nuevas familias que en el recóndito pueblo de San Carlos, en el extremo sur del lago de Nicaragua, una noche de lluvia torrencial recorrieron las calles enlodadas en una fantasmagórica manifestación que exigía castigo para los asesinos y el establecimiento del poder popular.
Cómo no evocar con alegría la inteligencia y sensibilidad con las que el gobierno revolucionario rectificó su política sobre la cuestión étnica en la costa atlántica, después de cuatro años de desencuentros graves, y la conducción política de dirigentes en todos los niveles de la estructura del gobierno y el partido, como el comandante Luís Carrión, viceministro del Interior, que lleva en 1987 al establecimiento de la autonomía regional que, por cierto, desactivó el frente étnico de la contrarrevolución y marcó un precedente democrático en la conformación de estados nacionales de composición pluriétnica. Diecisiete años después de la creación de las regiones autónomas del Atlántico sur y norte, los pueblos miskito, sumo, rama, garífono y criollo han sorteado con éxitos relativos las contradicciones provocadas por la política neoliberal.
Remembrar los ejercicios del poder popular, como "de cara al pueblo", en los que los funcionarios del gobierno en asambleas nutridas y exigentes tenían que responder de acciones y programas a su cargo y que en ocasiones resultaron en fulminantes revocaciones de mandato; la conformación de un ejército y una policía del pueblo, en el inicio sin grados reconocibles y fundados en la jerarquía del valor personal, la capacidad y la congruencia con los valores revolucionarios (impensable entonces involucrarse en tareas de fuerzas de ocupación en Irak o en represiones de estudiantes); la diligencia y el sacrificio de miles de trabajadores en los campos de la salud, servicios públicos, educación, cultura, quienes frecuentemente sufrían emboscadas en las zonas de presencia contrarrevolucionaria y compartían las privaciones del pueblo que aún en la guerra comía mejor que en la actual situación de hambrunas y miserias.
Los domingos rojinegros de trabajo voluntario en los campos de algodón o de café; la presencia internacionalista que dejó su semilla de sacrificio durante la insurrección y en los años de la guerra de baja intensidad y en torno a la cual nunca se escucharon reproches chovinistas; la camaradería que surge de las tareas colectivas, de las jornadas agotadoras en las que predominaba el nosotros y los protagonismos personales eran debidamente acotados por la broma certera o la critica constructiva.
Muchas de las conquistas revolucionarias desaparecieron durante estos años de gobiernos contrarrevolucionarios, pero la bandera de Sandino no ha sido arriada en esa tierra de poetas y guerreros, y nadie podrá arrebatarnos de la memoria y la querencia esa notable década de sueños y utopías que bien valió la pena vivir.
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