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México D.F. Domingo 1 de agosto de 2004

Janet Malcolm

La mujer en silencio

La vida, como todos sabemos, no consigue ofrecer -como hace el arte- una segunda (y una tercera y una trigésima) oportunidad de enfrentarse con un problema, pero la historia de Ted Hughes parece estar inusualmente desprovista de los momentos de compasión que a uno le permiten deshacer o rehacer sus acciones y así considerar que la vida no es absolutamente trágica. La posibilidad, la que fuera, de que Hughes no hiciera o rehiciera cosas en su relación con Sylvia Plath, le fue arrebatada cuando ella se suicidó en febrero de 1963, al meter la cabeza en un horno de gas mientras sus dos hijitos dormían en una habitación cercana, que ella había aislado herméticamente de los escapes de gas, y donde había dejado tazas de leche y un plato con pan para que los encontrasen cuando se despertaran. Plath y Hughes no estaban viviendo juntos en el momento de la muerte de ella. Llevaban seis años casados -en el momento de su muerte ella tenía 30 años y él 32- y se habían separado el otoño anterior de modo turbulento. Había otra mujer. Es una situación en la que se encuentran muchas parejas de casados jóvenes -en la que quizá se encuentren más parejas de las que no-, pero es una situación que habitualmente no dura: la pareja o bien vuelve a conectar o se deshace. La vida sigue. El dolor, la amargura y la espantosa inquietud y la culpabilidad por cuestiones sexuales disminuye y desaparece. Las personas se hacen mayores. Se perdonan a sí mismas y se perdonan una a la otra, e incluso pueden llegar a comprender que se perdonan a sí mismas y perdonan a la otra debido a que se trató de una cuestión de jóvenes.

Pero una persona que muere a los 30 años en pleno desconcierto de una separación, permanece fija para siempre en ese desconcierto. Para los lectores de su poesía y de su biografía, Sylvia Plath siempre será joven y estará enfurecida debido a la infidelidad de Hughes. Nunca alcanzará la edad en que los tumultos de la juventud puedan ser vistos con una cierta comprensión, triste, sí, pero sin ira ni ansias de venganza. Ted Hughes ha alcanzado esa edad -la alcanzó hace algún tiempo- pero la fama póstuma de Plath y la fascinación pública con la historia de su vida le han arrebatado la paz que trae consigo la edad. Dado que él formaba parte de esa vida -es la figura más interesante de ella durante sus seis años finales-, también permanece fijo en el caos y la confusión de su último periodo. Como Prometeo, cuyo hígado devorado se reconstituía diariamente para que diariamente se lo pudieran volver a devorar, Hughes ha tenido que contemplar cómo se cebaban sobre su yo de juventud biógrafos, estudiosos, críticos, autores de artículos y periodistas de diarios. Extraños, que según Hughes no saben nada de su matrimonio con Plath, escriben con autoridad de propietarios. ''Espero que cada uno de nosotros sea dueño de los hechos de su propia vida'' -escribió Hughes en una carta al diario Independent en abril de 1989, cuando se había sentido molesto por un artículo especialmente indiscreto-. Pero, claro está, como sabe cualquiera que haya oído alguna vez un chismorreo, en absoluto somos ''dueños'' de los hechos de nuestra vida. Esta propiedad se nos va de las manos al nacer, en el momento en que nos observan por primera vez. Los órganos de publicidad que han proliferado en nuestra época sólo son una extensión y magnificación del entrometimiento fundamental e incorregible de la sociedad. Según ellos desearían, cualquiera debería aceptar que sus asuntos sean asuntos de todos. El concepto de intimidad es una especie de pantalla con la que se oculta el hecho de que no es posible tener casi ninguna intimidad en un universo social. En cualquier enfrentamiento entre el inviolable derecho de lo público a distraer la atención y un deseo individual a ser dejado en paz, lo público casi siempre se impone. Después de que hayamos muerto, se olvida la simulación de que en cierto modo podemos protegernos contra la malicia irreflexiva del mundo. El brazo de la ley que supuestamente protege nuestro nombre contra el libelo y la calumnia nos abandona con indiferencia. Los muertos no pueden defenderse de la calumnia y del libelo. Carecen de recursos legales.

La biografía es el medio por el cual los secretos que aún queden de los muertos que son famosos les son arrebatados y se ofrecen a la vista del mundo. Cuando trabaja, el biógrafo es, en efecto, como un ladrón profesional, que irrumpe en la casa, rebusca en determinados cajones que tiene buenos motivos para creer que contiene joyas y dinero, y se marcha triunfante con su botín. El voyeurismo y la indiscreción que sirven de acicate tanto a los escritores como a los lectores de biografías, quedan difuminados por un aparato de erudición destinado a proporcionar a la empresa una apariencia de amabilidad y solidez propia de un banco. Se presenta al biógrafo casi como una especie de benefactor. Se considera que ha sacrificado años de su vida a su tarea, sentado incansablemente en archivos y bibliotecas y manteniendo pacientemente entrevistas con los testigos. No existe distancia que no recorra, y cuanto el libro más refleje de su trabajo, el lector más creerá que está teniendo una experiencia literaria elevada, en lugar de simplemente escuchando chismes y leyendo el correo de otra persona. Raramente se reconoce la naturaleza transgresora de la biografía, pero ésa es la única explicación del estatuto de la biografía como género popular. La asombrosa tolerancia del lector (algo que no ampliaría a una novela escrita la mitad de mal que la mayoría de las biografías) sólo tiene sentido cuando la vemos como una especie de connivencia entre él y el biógrafo en un excitante compromiso prohibido: van los dos juntos de puntillas por el pasillo, se detienen a la puerta del dormitorio y tratan de atisbar por la cerradura.

Con todo, de vez en cuando, aparece una biografía que extrañamente desagrada al público. Algo hace que el lector le dé la espalda al escritor y se niegue a acompañarle pasillo adelante. Lo que habitualmente ha oído el lector en el texto -lo que le ha alertado del peligro- es el sonido de la duda, el sonido de una grieta que se abre en el muro de la confianza en sí mismo del propio biógrafo. Lo mismo que un ladrón no debería detenerse a discutir con su cómplice sobre las ventajas y los inconvenientes del robo mientras está forzando una cerradura, el biógrafo no debería introducir dudas sobre la legitimidad de la empresa biográfica. El público al que le gustan las biografías no quiere oír que la biografía es un género fallido. Prefiere creer que ciertos biógrafos o son buena gente.

Eso es lo que le pasó a Anne Stevenson, autora de una biografía de Sylvia Plath titulada Bitter Fame (Fama amarga), que es con mucho la más inteligente, y la única estéticamente satisfactoria, de las cinco biografías de Plath escritas hasta la fecha. Las otras cuatro son: Sylvia Plath: Method and Madness (Sylvia Plath: Método y locura, 1976), de Edward Butsher; Sylvia Plath: A Biography (Sylvia Plat: Biografía, 1987), de Linda Wagner-Martin; The Death and Life of Sylvia Plath (Muerte y vida de Sylvia Plath, 1991), de Ronald Hayman, y Rough Magic: A Biography of Sylvia Plath (Magia en bruto: Biografía de Sylvia Plath, 1991), de Paul Alexander.

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