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México D.F. Lunes 9 de agosto de 2004
José Cueli
Joselillo el novillero
Corría el mes de agosto de 1946 y José Rodríguez Joselillo se presentó en el ruedo capitalino y causó sensación por su valor, conmoviendo a los aficionados por su personalidad incendiaria, cortando orejas y rabos, despertando pasiones y polémica. Gracias al no mover los pies, dejando al juego de los brazos su quehacer torero.
Qué lejos quedó ese agosto. La temporada de Joselillo como novillero fue una cadena ininterrumpida de éxitos. Al igual que el año pasado, David Silveti, sus faenas arrebataban a los aficionados por la emoción que imprimía a su original manera de realizar el toreo.
Joselillo se pasaba los toros a la mínima distancia, con una relajación que sacudía a los que lo contemplaban. Su toreo por alto -hoy en desuso- tocaba las fibras de los espectadores. Cada actuación del novillero nacido en España y exiliado en México, por la guerra civil, llevaba la emoción del drama del toreo, ligada a la muerte y la belleza, llena de presagios.
Joselillo era en cada pase, una invasión sensitiva que le permitía entrar en el delirio de la encarnadura trágica, palpitante, de una raza subterránea, de raíz amarga, sin fondo, asomado a la muerte en un jeroglífico indescifrable. Muerte que vio y en atracción incontrolable se perdió en ella.
Sólo una temporada de novilladas actuó el malogrado, o, bien logrado Joselillo, antes de encontrar la muerte en los pitones de un toro, novillo, de Santín, al final del ciclo. Rimó su vida sobre la muerte, apresuradamente y al mismo tiempo con holgazanería esa que expresaba en un toreo escalofriante. Apresuramiento que contenía esa holgazanería, donde se escondía la muerte. El deseo de una tarde no ver ya el sol.
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