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México D.F. Miércoles 18 de agosto de 2004
Sergio Ramírez
Los pobres más ricos del mundo
En los días anteriores al plebiscito revocatorio, cuyos resultados oficiales han dado por ganador al presidente Hugo Chávez, recibí no pocas llamadas y mensajes de amigos venezolanos preguntándome si, de acuerdo a mi propia experiencia de las elecciones de 1990 en Nicaragua, podría repetirse un vuelco sorpresivo basado en el voto oculto, capaz de dar el triunfo al sí. Como se recordará, las encuestas favorecían como ganador al Frente Sandinista en aquel entonces; pero todos aquellos que se negaron a declarar sus intenciones, decidieron masivamente la elección a favor de doña Violeta Chamorro a la hora de votar.
Yo contesté siempre a mis amigos, varios de ellos partidarios del sí a la revocación del mandato de Chávez, que no era juicioso hacer predicciones basadas en lo ocurrido en Nicaragua quince años atrás, porque las circunstancias no eran similares, y la primera distancia clave entre ambas situaciones estaba marcada por la guerra. Las elecciones de 1990 en Nicaragua se convirtieron en un verdadero plebiscito para decidir entre la paz y la guerra, y aún muchos votantes, cuyo corazón seguía del lado de la revolución, fueron a dar su voto a favor de doña Violeta, que era un voto por la paz, porque querían alejar la guerra de sus vidas.
Las discordias alrededor de Chávez y su proclamada revolución bolivariana, gracias a Dios, no han dado lugar a ninguna guerra, y dentro de la tensión de las circunstancias, se ha tratado de un enfrentamiento cívico. Y no creo que ninguno de esos partidarios de Chávez, que siguen viéndolo como un redentor capaz de aliviar su pobreza secular, medicinas gratis, becas de estudio, viviendas sin costo, máquinas de coser y bicicletas, se atrevería a votar en contra de su propio corazón chavista, sin mediar un motivo muy superior a sus deseos personales de bienestar, como el que representa una guerra cruel y devastadora.
Encuentro más similitudes, por el contrario, entre la Venezuela de hoy, que acaba de ratificar a Chávez en el poder, y la Argentina de Perón de mediados del siglo pasado. Para que el populismo sea efectivo como arma política, el caudillo debe contar con recursos cuantiosos que le permitan dar con largueza. Perón echó mano de las reservas en oro creadas por la venta de carne y cereales durante la segunda guerra mundial, unas de las más grandes del mundo entonces, y Chávez tiene a su disposición los miles de millones que el petróleo representa.
Las cifras económicas de Venezuela no son buenas; los niveles de extrema pobreza son altos, alta la inflación, y uno sigue sin explicarse cómo es posible que el país más rico de América Latina en petróleo, siga siendo uno de los más pobres en bienestar, y donde la riqueza sigue pésimamente repartida, pese a toda la retórica revolucionaria. Las bicicletas y las máquinas de coser en manos de quienes hacen fila para recibirlas no crean riqueza, pero crean adhesiones.
Pero si alguna similitud sigo hallando entre la Venezuela de hoy día y la Nicaragua de los años ochenta, entre revolución bolivariana y revolución sandinista, es el desgarramiento de la sociedad, no de manera simplista entre ricos y pobres, sino de arriba abajo, a través de todos los estratos sociales. Extraña nación sería Venezuela si de cada diez ciudadanos cuatro fueran ricos y seis fueran pobres, en proporción a los resultados del plebiscito, y todos los pobres, sin excepción, estuvieran del lado de Chávez y sus promesas.
El triunfo de Chávez no acaba de ninguna manera con esa polarización que se manifiesta no sólo de manera multitudinaria en las calles, gigantescas manifestaciones a favor y en contra suya, sino también en múltiples hechos de la vida cotidiana de Venezuela. Y mucho se debe, en parte, a que el presidente amenaza en sus discursos altisonantes a un sector de la sociedad en nombre del otro sector, al que él representa, y no ha podido convertirse, como jefe de estado, en un conciliador capaz de conducir a toda la nación hacia un proyecto común, sin exclusiones.
El discurso de victoria frente a sus partidarios, tras anunciarse los resultados oficiales del plebiscito, ha sido conciliador, pero ojalá no pase de ser una fórmula obligada. Si en adelante no cuenta con al menos la conformidad de la otra parte de los votantes, ninguna de sus intenciones, por buenas que sean, será viable. Y lo peor que la euforia del triunfo puede traer es que siga estigmatizando como ricos y derechistas a todos quienes adversan su revolución bolivariana. Igual torpeza hubiera sido la de una oposición triunfante que pretendiera echar a todos los chavistas al mar.
La esencia de una democracia verdadera está en el respeto a las opiniones diversas, y en la creencia asentada de que un presidente electo por los votos, tiene para gobernar un período determinado, y que ninguna victoria en las urnas autoriza ningún proyecto mesiánico capaz de sacrificar o de destruir los consensos fundamentales que corresponden a toda la nación, y no a la voluntad de una persona o de un partido.
Nunca en la historia reciente de América Latina unas votaciones han sido seguidas con tanta expectativa, ni nunca unas votaciones en Venezuela tuvieron una participación tan masiva y tan entusiasta como las de este plebiscito. Precisamente porque se ha tratado de un hecho trascendental, que seguirá trayendo consecuencias para Venezuela, y para todo el continente.
Qué clase de consecuencias, es algo que la historia deja hoy en manos del propio presidente Chávez. Masatepe, agosto 2004. www.sergioramirez.com
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